No dejes de seguir al conejo blanco

No dejes de seguir al conejo blanco

martes, 28 de septiembre de 2010

En los ojos crecidos de la tierra, por esas manos hijas de tus manos.

Muchas veces nos cuesta apreciar la belleza que hay a nuestro alrededor. Y digo apreciar por no decir ver, que es un verbo que usamos como si fuera dado a nuestro propio derecho, con el derecho de recostarlo en una cama y de hacerle el amor todas las noches. No hace falta ser un burdo para darse cuenta de que es un tesoro tan preciado que ni siquiera lo vemos. Apreciar las gotas de lluvia en el tacto nunca sería lo mismo sin verles esa capuchita brillante y despreocupada que nos afila la piel cada vez que se agita el cielo, y de cómo de esa forma tan cínica distinguimos los colores del arco iris con nuestra profunda pupila.
Cierto es que, hasta que te conocí ( tampoco hace mucho, apenas han pasado unas semanas de clase ) desde que leí a Saramago no había entendido el sentído póstumo- filosófico de una ceguera implacable, de esos ojos que los paraliza y los arrulla con suaves espasmos de tu corteza motora nerviosa. Hasta que te conocí no supe ver, sólo miraba. Mirar sin ver, qué crimen condenado a lapidación, cuando en tu mundo las gafas de sol son las de ver y las de ver son las yemas de los dedos, cuando apenas te parece perceptible ver el mundo con esos cuatro sentidos, tan agudos, tan perfectos, que dan ganas de volverse ciego sólo para admirar toda la belleza que hay en nosotros. Sé que quizá no me verás sonreír al verte progresar de esa forma, ver que sacas un diez en un examen oral, y yo, que he tenido el privilegio de estar sentado delante de un libro toda una tarde sin no tener que palpar esos pequeños retazos de punto que muchos llaman braile. QUé desperdicio más grande es mi vida, pudiendo ver y no ver, teniendo opciones para discernir, para saber que unos labios son rojos sin tener que besarlos. Por eso te pido perdón, y aunque esta entrada sea escueta y no creo que la leas, que sepas que llenar de ese cosquilleo de máquina durante el día es algo que exquisitamente me recuerda a las máquinas de escribir.
Y sobre todo, Javier Lorenzo, gracias, gracias, gracias, por mirar este mundo tan incoloro con tus centelleantes ojos de ciego.

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