No dejes de seguir al conejo blanco

No dejes de seguir al conejo blanco

lunes, 11 de abril de 2011

Tarde en el ruedo.

La plaza enseguida se llenó de vítores que se confundían con el griterío pardo de los niños. José Manuel estaba vestido con un traje de luces, galante y mirando al frente, mientras le sudaban las mejillas y sujetaba la espada en una mano que brillaba, y en la otra el capote colorao. Desde las gradas podía verse el ansia expectante de la gente por que soltaran a la bestia, encabritada y valiente, con ganas de hacer sufrir al torero. Con un chasquido desmesurado, se abrió el portón de madera negra. Enseguida no salió nada, pero entre los suaves rechines de las bisagras, se oía un ronroneo continuo, y una vaharada de aceites lubricantes y petróleo. Ese olor nauseabundo pareció excitar al público, que chillaba con más fervor. José Manuel empezó a acercarse, pero de un sopetón, salió la magnífica bestia de golpe, con su ruido de motores a tracción, su parachoques y sus asientos de cuero.

“ Y ahí la tienen, señores, una auténtica furgoneta Volkswagen T1, con las chapas pintadas en tonos azulados y… oh! Los espejos laterales sin recoger!” Esto pareció espantar y atraer al público a la vez, los hizo hervir de emoción hasta que parecía que se iban a caer de los carcomidos barandales.

Enseguida salió con un rugido, acelerando con dificultad por la arena, pero dirigiéndose directamente al torero, que le apuntaba, como es de rigor, con la espada con el brazo doblado encima de su cabeza, pareciendo su boina una aceituna negra, y la espada un mondadientes.

Pegaba la solajera y la gente se apelmazaba hacia delante, ya que querían apiñarse para ver a los colosos, mientras arrastraban la arena alrededor de sus pies de forma indecisa, grano a grano.

La furgoneta fue la que dio el primer paso, mirando al torero con esos cristales translucidos, con esa mirada de máquina infecta e indescifrable. El torero estaba prevenido, y retrocedió por precaución un par de pasos hacia atrás y uno hacia un lado, para darle más ángulo de disposición a sus movimientos. La furgoneta parecía furiosa, envuelta en un ópalo de rabia, acelerando sin derrapar. Avanzó de cero a cien, y el torero se tropezó, pero se pudo reincorporar, e hizo un siete en el aire, intentando defenderse por si la furgoneta intentaba atacarlo mientras estaba en el suelo. Esta soltaba bufidos y bocanadas de espeso humo gris; el torero podía oír a la gente asfixiándose desde el público. Mantuvo su figura enjuta, y se acercó hacia ella para probar el dulce acero sobre su chapa; como era de imaginar, sólo le rayó la pintura. Pero eso la hizo enfurecer aún más, moviendo los limpiaparabrisas a un son incesable, parecía un pavo real que exhibía sus alas. Iba dando acelerones cortos para cargarse al torero, y el torero parecía bobo cuando le asolaba de repente el sol de Andalucía, y sus ojos parecían emitir un quejido tan nítido que muchos del público gritaron para avisar a los picadores. Pero aunque el torero estaba con una película de agua distante sobre la frente, no se amedrentó y se lanzó a empellones para pincharle una rueda. Notó cómo se le henchía la presión, pero el caucho era duro como la loza, y la espada, por un mal agarre, salió desprendida de sus manos, a unos cuatro metros, sin dar muestras de llegar a hundirse en la arena. Parecía oírse el repique de las campanas por la misa de siete, pero el tamborileo rítmico no era sino un pasodoble de una comparsa callejera. Entonces José se apresuró, aunque la furgoneta, en un arranque de ingenio, le leyó las intenciones y lo embistió hacia su lateral con el parachoques. La furgoneta no podía verlo a él, pero sentía a escasos metros su vaho fétido del petróleo combustionado, y naturaleza infecta de herrajes negros lleno de tripas de motor. Solo en ese momento percibió el hálito doloroso de la muerte, se acordó de su abuelo, el torero Tomás; de su padre, Pacheco el Mosquetero, y aunque su abuelo peleaba con carruajes de caballos y su padre con seiscientos, a todos les había llegado el mismo final álgido. Un golpe duro y seco que hacía muda a toda la plaza, mientras llegaban los picadores y todo el personal para ahuyentar al vehículo, y comprobaban los daños. No le daba tanto miedo el haber aceptado esto como una resignación, sino el hecho de que la aceptación de su propio destino no le había dado, como él creía, más coraje. Al contrario, el apego de una vida que sabía que podía perder lo hacía sentir entre algodones, una pequeña cría de mamífero esperando a darse por muerta para no tener que enfrentarse al mundo.

Se agarró al propio manillar de la puerta corrediza, y al tocarlo vio cómo se estremecía, que era un puro animal cubierto de hierro, pero debajo tenía una piel cálida y tosca, que se vendía al mejor postor en las chatarrerías, tal y como se hacía desde hace mucho con las pieles de focas en zonas más frías que Sevilla. Empezó a perseguirlo al ver que no pudo incorporarse, andaba como hacia atrás como un cangrejo dorado, oprimido en movimiento por ese traje que le apresaba el alma y las ganas de correr. Le lanzó una piedra que había en medio de la arena, y el toc de botepronto que produjo en el cristal hizo que retrocediera brevemente. Tuvo el tiempo suficiente como para levantarse, y así ir corriendo a recoger su estoque, mientras los mismos clamores que le apoyaron a los inicios de la tarde volvieron a resurgir. Recubierto de arena, tenía un calor demasiado grande, así que se desprendió de la boina y miró al vehículo mientras se sacudía la arena, murmurando entre dientes por la estirpe de su padre, por el deseo de ajusticiarlo con sus propias manos. Ahora era el vehículo el que sabía que podía tener miedo, pero para no mostrarlo a su enemigo, se lanzó a la carga. Pasó velozmente hacia los cercados que rodeaban la plaza, y fue esquivado por poco por el torero, el cual sintió el zumbido volátil del retrovisor que casi le rompe una costilla. Lo hizo con un movimiento apenas, como si lo hubieran movido con hilos. La grada se exaltó enormemente, y esto puso nerviosa a la furgoneta. Se oía de fondo el sonido de su tubo de escape, como con recochineo, y estaba harta de las burlas y los achaques, así que se lanzó sin dudarlo hacia el torero, quien lo esperaba con una sonrisa abierta. Al torero se le embotaron los oídos con el sonido de los gritos y el avance de la furgoneta, pero fue lo suficientemente hábil como para saltar de lado en el último momento e introducirle la fina hoja del estoque por el hueco inferior del cristal del conductor. De repente, con un sonido tenue, se abrió la puerta y comenzó a sonar una alarma estridente mientras el vehículo se paraba en seco. El sonido de la alarma, fue mitigado por el júbilo de haber derrotado a la furgoneta. “Tan joven, con tan solo diez mil kilómetros, mira tú los momentos que le he hecho perder.” Dijo como una especie de convicción latente. Se acercó a la furgoneta, agonizante con sus faros intermitentes, y le arrancó del parachoques frontal el símbolo de Volkswagen, haciendo palanca con el estoque. Cuando el bramido metálico indicó que lo tenía en su poder, dejó que lo llevaran en volandas exhibiendo su trofeo, mientras los mozos recogían al animal muerto, para hacer con él microchips, repuestos de coches, y quién sabe, una máquina para acabar con todo deporte que juegue con la muerte.

1 comentario:

  1. Es una pena que esta entrada not enga comentarios, es una de mis favoritas. Me entretuvo mucho. Me hizo acordar mucho a Hemingway cuando habla de los toros, pero con ese toque surrealista de cambiar toro por auto que queda impecable. Buenísimo canario querido.

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