No dejes de seguir al conejo blanco

No dejes de seguir al conejo blanco

martes, 31 de agosto de 2010

El fulano de yerbas ( de naturaleza utópica)

" ¿ Y cómo vamos a creer - dijo el fulano - que el mundo se quedó sin utopías?"


Había perdido toda señal de identidad, sintió como parte de sí los andrajos que tenía bajo la capa de piel, como si su terroso pelo no hubiera sido nunca de otra forma, como si su única habilidad desde siempre hubiera sido guiarse por las luces del ocaso para saber si le tocaba comer, dormir o llorar.
Cuando Marcos miró a la ventana, sólo vio un gris mustio pegado a las anodinas paredes, que parecían una auténtica falsificación de las otras. No le resultaba ni agradable ni entretenido mirar por la ventana, pero siempre era mejor que dejarse atacar por el sopor de las clases de repaso.
- Tales De Mileto consideró que somos una forma de vida compuesta por agua, que no hay otra cosa invariable y es, por tanto , de una misma materia. Durante siglos, hemos intentado cambiar nuestra… LUJÁN! ¿ Estás escuchándome, Luján? – dijo un profesor, acusando a Marcos, que estaba mirando por la ventana.
El profesor Llosa era una especie de esqueleto delgado, con una fina y larga perilla blanca que le caía hasta la altura del pecho. Tenía unas entradas canosas que parecían indomables. Su tez era pálida para ser del Perú, y tenía tremendas facciones que le hacían ligeramente más viejo. Todo enteramente en él era níveo como una ladera alpina; era como un espárrago, como una perla en vertical, estirada y pellizcada hasta conseguir esa superficie que parecía oblicua, pero ciertamente era rugosa.
El profesor había estudiado en San Ignacio de Loyola, donde los Padres Jesuítas, que exigían el amor por la educación ante todo. Era entonces, una persona arisca, de poca convención social, pero hacía que los alumnos aprendieran de una forma endemoniada, como posesos.
Eso se veía repercutido en sus clases. Horas y horas pegado con la pluma y el tintero, Marcos acababa desdeñando todas esas tareas, esas formalidades culturales que a su temprana edad todavía no entendía para qué servían. Como quien empieza a construir una casa sin saber qué familia la va a habitar, de qué formas se morirán las tardes en conjunto al arrullo de una chimenea que escupe brasas.
Pero ahí seguía, lo que su padre llamaba tesón y premiaba en forma de palmadas en la espalda, como si fuera pago suficiente. Había sentido algunas veces que se le despegaban los ojos, que las letras se le hilvanaban a las pupilas con aguja, que tenía que dejar de leer inmediatamente, estudiar o vivir.
Alguna vez consiguió solamente un respiro, cuando por ejemplo aquel trece de abril le dijeron a Llosa y a su clase que tenían autorización por el Padre Jesuíta Don Román Agüeste para ir a dar una vuelta al campo, a los exteriores de Lima para escapar de todas esas opresiones que “ estaban sufriendo los alumnos por estar en finales”.
De una forma u otra, Marcos se vio el día antes empacando su mochila con el poto, la navaja, la chamarra polar, un par de sándwiches de queso con calabacín y una gran jarra hermética con chicha morada, por si atacaba el calor. Lo que planeaban era una especie de ruta a través de la selva de algunos kilómetros, y estarían en casa con el colectivo antes de la hora de cenar. Cruzarían parte del Parque Nacional de Manu del Perú y luego irían a reposar la cabeza sobre sus límpidas almohadas en Lima capital.
Aquella mañana el sol salía por el este como siempre, pero entonces Marcos no lo sabía. Los grillos estaban todavía desperezándose con su mustio cantar, y las sombras eran como un hielo en el asfalto, se iban deshaciendo con mesura y con miedo, mientras el sol llegaba a alumbrar el último cerrazón que quedara en el más recóndito de los rostros. Marcos sintió el áspero traqueteo del colectivo, que tenía asientos chiclosos y un aire densamente cargado en algo que pudo distinguir como olor humano. Además el chófer lucía una barba poco lustrosa, de confines almidonados y funículos en lugar incorrecto. No le dio más importancia, estuvo hablando con Sandra, su compañera de pupitre, durante el resto del viaje. Le pareció siempre muy linda, con esos ojazos negros de criolla, de profunda tez enamorada y sangre caliente. Le gustaban sus labios, parecían dos formas difusas aglutinadas una encima de otra, describiendo una gran variedad de lenguaje. También su cabello que ondulaba con la tibia brisa que apenas un vericueto de las ventanas rectangulares dejaba entrar. Eso sí, nunca lo vio brillar al sol. De todas maneras, el tiempo volaba cuando estaba a su lado, y si de casualidad le rozaba la mano, de su cara surgían rojas manzanas a borbotones, poniéndole en una grave evidencia. Pero ella ya le había visto así, solo quería hacerle comprender que quería que le hiciera suya, que da igual la casa, los niños, la heladera, eso vendría después, solo le hubiera gustado en aquellos instantes que Marcos la tomara en sus brazos y la besara, un beso húmedo y tierno como el rocío de Cuzco en navidad.
El viaje fue muy largo, se repitieron varias veces las mismas canciones de grupo, y el maestro creyó estar al borde de la desesperación. Los anteojos se le resbalaban con ese sudor pegado, y maldijo un par de veces que “ maldita la hora en la que se proclamó la excursión”. Obviamente, no lo decía en serio, tenía un profundo amor por los niños, desde que entró en la universidad para enseñar el magistrado le había fascinado esos amores diminutos, esa confusa forma de ver el mundo. Así que el momento más tierno después de su graduación fue el primer día de clase, cuando vio a aquellos monigotes que parecían títeres en mesitas indelebles, dispuestos a acatar todo lo que él decía porque estaba allí para eso. Mas no formó un ejército con ellos, les intentó enseñar las diferencias entre lo bueno y lo malo, y lo bueno que tiene lo malo y lo malo que tiene lo bueno, esos momentos en los que después en la vida a uno le toca apechugar.
En el viaje, durante el traqueteo, se movían los cajones al fondo del colectivo que estaban llenas de fruta y bocadillos, para hacer un alto en su senda y así nutrirse. Habían tenido muchas precauciones con todos los posibles trastornos de los niños; diabetes, alergias, vegetarianos… “ La verdad – pensaron las cocineras del colegio- los niños de hoy en día protestan más que un camión lleno de bebés de los de antes. Nosotros comíamos lo que hubiera, así fuera mierda.” Pero la dirección sabía sortear perfectamente esas indicaciones pueriles de unas cocineras de redecilla gris y oronda barriga, que sirven la comida más por despecho que por trabajo.
Cuando al fin paró el colectivo, desembocaron en una colina tórrida que parecía desmigajarse, y todos comenzaron a descargar sus mochilitas ridículas y a apilarse para ser contados como ovejas.
- …Sandra Vargas, sí, y Marcos Luján. Bien, estamos los dieciocho, esto es perfecto. ¡Niños, hace un sol radiante, miren cómo se posan mariposas de clorofila en su piel , cómo se les sacuden todas las malas ideas de la televisión del pelo!
Los niños se quedaron expectantes escuchando al profesor, discutiendo a ver si estaba loco, o si le había dado un golpe de calor. Finalmente, decidieron en un corro colectivo que no, que sólo era un adulto.
Recargaron todos sus cantimploras en una fuente que manaba con un tubo desde las entrañas de la tierra, y muchos se alegraron de ese gran invento , sin pensar que había sido construido por una necesidad.
Cuando comenzaron a andar, hubo muchas charlas animadas, escuchaban el rumor de los pájaros aleteando sin descanso, un incansable murmullo que atacaba el aire.
“ ¡Pará, ché! ¡Me hacés daño! ¡ Señor Llosa! ¡ Devolveme la pelota! ¡ Miren ese barro, parece un chiquero de chanchos!”
Durante todo ese tiempo hubieron discusiones. Al final pararon al pie de una colina, el señor Llosa se dispuso como para a darles una parrafada sobre el lugar.
- ¡ A ver, atención, el que no me mire lo descalabro! – dijo con una voz parecida a un rugido apenas inofensivo. – Durante siglos nosotros nos hemos erguido en la naturaleza, mereciendo estar a su vera por habernos brindado la vida, todo esa agua y esa comida, sin revertir en otra cosa que el merecido respeto que deberíamos ofrecerle. Sin embargo, nos obcecamos en construir cosas encima de la tierra de la que brota el maíz, que fue el falso oro para los españoles. De esa tierra donde pastan las llamas, de donde cae la tierra y genera lluvia, reverdecen los campos y crean cosas maravillosas, y no sólo campos de fútbol.
En una ligera pausa, se creó un gran murmullo de personas que volvían a descalificar la cordura y validez del profesor, pero al final tuvieron otra de sus deliberaciones, y le “dejaron” continuar.
- Pues bien, pese a que son pequeños, algunos no llegan apenitas a los diez años, quiero que vivan inmensamente este día tan maravilloso, es el día que ustedes y todo el claustro de profesores estaban esperando. Es el día en el que nosotros no estamos en el colegio.
Los niños rieron, alguno sin sentido y otros por cortesía, pero la mayoría consiguió captar apenas el humor del profesor.
- Cuélguense sus macutos, que vamos a comenzar la marcha. Será de no más de ocho kilómetros, y procuren estar hidratados. ¡ Jorge, te he visto! ¡ No le tires del pelo a Lucas o te quedas en el colectivo!
Tras breves incidentes, empezaron a caminar. Era un camino de tierra suelta, los diecinueve contando con el profesor, empezaron a serpentear a lo alto de una de las cumbres, y aunque por el camino la maleza estaba ligeramente muerta, pudieron ver que a los otros lindes del camino, estaba mucho más espesa.
El sol comenzaba a despuntar alto, si no hubiera habido tanto tráfico en las salidas de Lima, hubieran llegado antes, quizá el sol no les hubiera afectado tanto, pero eso era un suponer. Ahora tenían que combatir el calor, colocándose de forma correcta las gorras, evitando gastar todo el agua pero hidratarse correctamente… Todo ese ardid de la supervivencia que tan innato nos fue un día y que ahora teníamos que aprender, emerger del asfalto para volver a la sabana.
Mientras tanto, durante el camino, se procedía a los juegos pueriles e incautos de los niños. El papel con, ¿te gusto? Si, no, quizá. Preparándose para años más tarde buscar momentos arrebatadores con sus parejas o un futuro marido con el que quejarse de lo que subieron los precios en la gasolina, en el mercado y de lo pesada que es la familia.
Marcos y Sandra estaban caminando juntos, pero como se dice, no revueltos. Se comentaban cosas, lo bellas que eran las flores, que por qué el aire en el campo es mas profundo y dan ganas de bebérselo. Marcos le miraba bastante de reojo, le daban unas ganas tremendas de comérsela.
Lo demás eran tonterías, llevaban apenas media hora caminando y ya había lamentos, la ascensión era quizá un poco dura para niños de tan corta edad. Pararon sobre unas piedras lisas, ahí se sentaron y comieron algunas manzanas, bebieron chicha morada, mascaron chicle… Todo con el pretexto de alargar el tiempo y no tener que volver a caminar. Pero al final tocó oír la voz profunda del profesor que les indicaba que había que seguir el camino, que todavía quedaba un rato, y que si no, no descubriríamos los entresijos de la naturaleza.
Llegaron a las dos horas a la cima, y entonces vieron que se acababa el terreno yermo y se erguían ramas de espesa maleza, empezaba un bosque sombrío, de esos que solo salen en los cuentos de Bécquer.
- Tengan cuidado chicos, las bestias salvajes, aunque son pequeñas, pueden hacer estragos. Por estos bosques hay tales arañas que la picadura puede dejarles un tatuaje imborrable de por vida, y quizá irritarles a casos graves.
Algunos niños se horrorizaron en corro, pero otros se envalentonaron y empuñaron un palo a modo de espada, jurando defender a todos ( y sobre todo a las chicas, que comenzaron a suspirar; la caza de compañero cada vez estaba más cerca) .
Se adentraron en fila de a uno por la maleza, y entonces comenzaron a reflotar en el aire todos los tipos de verde que a cualquier pintor se le hubiera ocurrido plasmar en lienzo. Ese verde oscuro que se cierne sobre el musgo, el verde que es claro cuando el sol le golpea, ese otro verde que solo aparece en las enredaderas de las casas señoriales… En fin ,toda una retahíla, que parecía una gama de colores para poder pintar la cocina. Al principio se alegraron de que fuera llano, y de no tener que soportar ese dolor continuo en sus débiles tobillos por tener que ascender. Pero poco a poco, las hojas iban cerrando desde las copas de los árboles el color diurno, embistiéndoles en una negrura que poco a poco se iba cerrando, que poco a poco les iba encerrando. Cuando se quisieron dar cuenta, pocos eran los resplandores que penetraban a través del follaje y les daba algo de autonomía para evitar las piedras y no caer. Ante eso, algunos muchachos se habían provisto de cayados, para apoyarse en caso de que algo les fallara. Las mujeres, más listas, iban palpando la corteza de los árboles que estaban predispuestos a lo largo del estrecho camino , y de esa forma tener algo a lo que asirse.
Durante bastante tiempo, el camino parecía no acabar. Seguían metidos en el mismo monstruo, y los ululares de los búhos, los cantares de las golondrinas, el rugir del viento y de algunas hojas secas les daba a todos más y más pavor.
Pero todos tenían la certeza de que allí estaba el profesor, un adulto, para defenderlos, que no había nada que temer porque él sabía tener el mando.
Lo más absurdo es que al cargo de profesores, el claustro en general, no considerara necesario tener otro profesor para los posibles contubernios. Llosa era un experimentado, psicopedagogo y gran persona, sólo les acompañó el chófer, que estaba esperándolos al otro lado de la loma. La verdad es que tenía muchos acres el bosque, pero la ruta que habían elegido iba por el Este, hacia una pequeña parte donde sí había parte de calzada para que circularan los vehículos.
Una de las cosas que llevaba en la maleta y que a Marcos le fascinaba era la brújula, cómo decidir entre un camino u otro por una aguja somnolienta que se orientaba según los polos. Polos opuestos que acabarían encontrándose. Entonces pensó en Sandra. Volvió a imaginarse en sueños sus labios tibios y húmedos. Qué ganas de tenerla.
Ese día iba con unos zapatitos blancos y un vestido azul que a él le enternecía, su cabello oscuro era como una maraña intensa que chupaba todos los colores, que le volvía barco a él de un faro que eran sus hondos ojos. En la oscuridad, su figura se volvía divina, casi con aura, y él se sintió complacido de poder acompañarla durante todo el camino.
Por su parte, Sandra era una niña intrépida, pero de sentimientos indecisos, no sabía bien donde pisar, pero aún así sentía placer a borbotones cuando él posaba tímidamente su mano, como si fuera una paloma que reposa el vuelo.
Sintió un rubor mestizo, como una ráfaga desmesurada de calores. Le azotaba el viento las hojas con total descontrol, pero se sentía feliz, porque al final había engendrado un hijo, como quien no quiere la cosa , como un vaivén que se sale de la carretera sin querer, un tímido desliz. Sabía que el padre de todos los elementos le había acogido, que el trueno, la tierra, el agua, el llanto, formaban parte de su hijo. En cada ola, en cada retazo campestre.
La Madre Naturaleza se irguió de entre todos los seres para celebrar el parto. Agitó las copas de los árboles haciendo creer que se acercaba un huracán, los ciudadanos de Lima corrieron a sus casas a refugiarse el día que en los noticieros se avisó de grandes temporales. En otros lados, el sol despuntó con tanta fuerza que las piedras, en vez de rajarlas, las convertía en polvo, en una masilla oscura que parecía cobre sobre el fondo fúnebre del suelo. Los temporales de las lluvias que arreciaron las costas del litoral fueron tan grandes que en algunas zonas no se pudo ir a pescar, y los pueblos pesqueros tuvieron que alimentarse de hortalizas y nabos podridos. Pero no se daban cuenta de tremebunda celebración que se estaba teniendo en el otro lado del escenario, todos apremiaban que la Madre Naturaleza alumbrara por fin, un varón de esos cuya unica misión es perpetrar la especie de seres celestiales, de infundir temor ante aquellos que asfixian en asfalto, y en propiciar una brizna tierna a aquellos que riegan las plantas o evitan un incendio.
Marcos pensaba que al profesor Llosa se le había ido la pinza, habían perdido el norte como el bebé que pierde el chupete. Estaban recorriendo parajes angostos en medio de unas tinieblas que no podían ser distinguidas entre principio y final, una maraña natural. Hasta que no vio la cara desfigurada en sudor del profesor como un espectro que se desarma con el propio hecho de saber que la luz existe, no pudo confirmar su teoría: Les había perdido. Estaban perdidos en la parte más extensa de los bosquejales, y no tenían ni un mísero mapa con brújula, ya que irían siguiendo los umbrales del camino, las pequeñas indicaciones de postes de madera roídos por los vaivenes de las intemperies de medianía. Pensaron que nada estaba perdido hasta que en un instante el profesor pisó en falso en un arcén y el barro se desmigajó, llevando al profesor a lo hondo del barranco, y lo último que pudo ofrecer como señal de adiós fue teñir de rojo el limo que había en mitad de la negrura del barranco.
Un trueno había atacado a su pequeño. Lo había desvanecido como un pequeño títere, lo había separado de toda alma racional y lo había dejado inerte. Lo había matado. Ahora la Madre Naturaleza era Plañidera Naturaleza, vistiendo en alborozo hojas cayendo de los árboles de color pardo, el cielo llorando con una llovizna tierna, mientras un nido de pájaros se sacudía el plumaje cuando lo tenían muy enchumbado. Necesitaba encontrar a su pequeño, necesitaba otro pequeño, alguien a quien profesar amor por el simple hecho de no sentirse un ser demente que llorar por querer llorar o sentirse mejor.
- ¡ Qué desgracia, qué ganas yermas de quedarme moribundo! – espetaban unos arbustos de vetusto ramaje- En la vida se vio tal infamia, han matado al heredero de lo más vivo, de donde el carmín nace la rosa y el agua corre del arroyo. Madre, respondedme, ¿ cómo os encontráis?
- Yo ya estoy muerta, a golpes aciagos acabaron con mi bebé, mi pequeño enamorado. Acabaré con todos los torrentes débiles, haré caer la lluvia sobre los pantanos para que estos rebosen, y al fin todos mueran ahogados.

La luz que apenas se filtraba por en medio del bosque dejaba entrever a los niños sombríos, asustadizos, escuetos, que se erguían al lado de la fosa por la que el profesor acababa de caer. Estando él tan muerto, a algunos valientes se les ocurrió acercarse, y el espectáculo no fue digno. Lo vieron con el aspecto de siempre, esa levita de paño algo remangada, la barba que parecía un plumaje de ganso, en una postura tan mal puesta que a leguas se notaba que estaba muerto. No tenía la postura digna de un faraón, o de un ser que realmente siguiera respirando. La sangre se arremolinaba al lado de su sien, y mezclándose con el barro, daban la impresión de un mejunje infecto.
El hedor no tardó en subir por aquella fosa, y los niños, casi a punto de vomitar, se marcharon en grupo hacia otros lugares para no tener que respirar, en busca de una dehesa, en busca de un jarro de agua fría que los levantara del sueño.
Nadie sabía qué les guiaba, pero se vieron extremadamente necesitados de formar una especie de gabinete de crisis, sin saber qué era un gabinete, y designar a alguien que les dirigiera, alguien con la cabeza senil para ser un adulto pero niño para ajustarse a las necesidades del grupo.
Entonces Sandra me propuso a mí, entre toda esa muchedumbre, la nenita criolla de los ojos malva y tez morena, levantó su manita que en aquel momento por los tembleques parecía un muñoncito y dijo “ Propongo que Marcos nos encabece, el único capaz de tener la serenidad para hacer que sobrevivamos es él. “
Se formó un tropel de agitaciones, una especie de votación indecisa, ya que no todos estaban de acuerdo en eso, pero al final, con mesura, una a una, las manitas multicolor se levantaban tímidas proclamándole a él.
Entonces la gente volvió a sentir esa sensación de alivio como cuando el día anterior oyeron el timbrazo que les dio el final de las clases. Por suerte para ellos, no estaban perdidos.
Tuvieron que alejarse de la zona de la fosa donde había caído el profesor, el sol estaba decayendo, pero encontraron una zona de árboles frutales y unas charcas cuya agua parecía no estar de ese color tan pardo que indica que quizá te de la cagalera. Y entonces sí, Marcos teniendo que hacer de niñera, sujetando pañales. O peor, teniendo que hacer de sepulturero, cavando tumbas. Rápidamente se idealizó de que, hasta que no pasaran unas horas más tarde de lo que tendría que haber sido su vuelta en Lima, no iban a echarlos de menos. Por ahora, estaban tranquilos bañándose en esa especie de pozas turbias, y comiendo despreocupados en paños menores. Pero la agitación que sentía Marcos acá adentro ( en el pecho ) le hacía sentirse más desvalido incluso que si no hubiera tenido ojos. Tenía miedo a la noche. Aunque ahora estaban en un claro, sabía que la permanencia de la noche continua durante el derredor del día, debido a la espesura de los ramajes y toda esa vaina, la verdadera noche, la grimosa noche, estaba allí repanchingada esperando a hacerles frente, como quien espera una carta de amor un domingo. Y entonces, no tendrían más explicación.
Y sin hablar de los animales salvajes, qué sabe Dios si un animal carnívoro, feroz, con mil cuernos, sediento de sangre, les atacara mientras dormía, y huyeran todos despavoridos y heridos. O peor, no se dieran cuenta de que les había atacado hasta la mañana siguiente al ver un cuerpecito tieso en mitad de las hojas secas.
Ese cargo de presidente le hizo aparecer unas enjutas canas ( simuladas claro, era todo psicológico ) alrededor de la cabeza, no le hizo falta una corbata o un cetro para sentir ese voluble peso que se le formaba a la espalda.
Por suerte tenía a Sandra, cuando terminó la votación, ella le asió la mano, pero no se la alzó, como se hace con los luchadores de boxeo que ganan. Simplemente la dejó estar, y bueno, comenzó a sentir un cosquilleo en su cola, un rubor se le pegó a las mejillas, y él enderezó la postura de ambas manos y apretó más fuerte.
Entonces se empezó a imaginar, con un cargo selecto, un despacho iluminado, bien grande, con café de ese que huele sólo por la mañana.
Pero tuvo que salir de sus cabales durante instante para poder rehuir de lo que realmente le preocupaba. Estaba oscureciendo.
Algunos se empezaron a refugiar con prendas, como para escapar de ese espasmo insufrible que es el frío. Pero enseguida todos salieron del agua , dejaron sus esporádicos quehaceres para darse cuenta de que la luz se les había acabado, y que estaban indefensos en mitad de un sitio que no conocían de nada, y que cualquier estremecimiento en el estómago podía ser la muerte.
Ni ruegos, ni plegarias, ni un caramelito de papá, ni un besito de mamá. Solo tenían a un crío pusilánime que parecía tener no más de doce añitos, que estaba todo el día colgado a la mano de una criollita que debería haberse llamado Eva, con su traje de flores primaverales en mitad del otoño.
- Deberias peinarte mejor, ahora diriges todo este rebaño- había soltado ella, con un tono un poco relamido.
- Pero a quién le va a importar, en mitad de un bosque perdido en la mitad de la nada, no hay nadie que nos vigile. Anda, sigue mirando la fogata que nos da calor.
- Pues a mí si me importa – respondió ella en forma de sonrisa reprochadora.
Sin darse cuenta, el instinto mujeril había ido emergiéndole como una enredadera. Ella ya estaba pensando en boda, con su vestido de organdí.
- El primer problema que vamos a presentar – dijo Marcos en mitad de todos- es que tenemos que tener la certeza de que nos van a encontrar. Y eso no va a ser tarea fácil, este bosque es muy grande, recuerden lo que dijo el profesor. Además, puede haber bestias desconocidas en los lindes de los árboles.
Nada más pronunciar la palabra bestias todos habían iniciado una desmesurada revolución, pegando alaridos nonsense e interrumpiendo el discurso de Marcos.
- ¡ A callar! – dijo él, vociferando un bramido – Tenemos que evitar perder la calma.
La luz de la hoguera le daba un aire imponente y siniestro, que inspiraba confianza. En un arrebato de liderazgo, Marcos cogió una hoja de laurel que había a cuatro palmos de sí en el suelo y se la encasquetó en la coronilla como Augusto o como Julio, dirigiendo sin saberlo a los niños hacia la hecatombe.
Enseguida se decidieron a organizarse todos, cogieron las vestimentas que les sobraban, el típico pulóver que las madres meten por si las emergencias en las mochilas, junto a la botella de agua fría y ese bocadillo que tanto huele a mamá.
La primera noche la pasaron sin dificultades, aunque tuvieron que someterse a los arrullos de los búhos, con sus pardizos ojos que les acechaban. O a ese siseo del viento, o a ese niño que , por incontinencia se levanta en mitad de la noche a regar el tronco que está cuatro o cinco metros más allá de su cama.
Mientras tanto, mientras duró aquella noche, Marcos sentía a Sandra a su verita, al lado mismo de él.
Podía sentirla, me tenía asida la manita como cuando estábamos en grupo. La noche estaba muy cerrada, pero aún así a par de palmos teníamos las bocas. Yo le pude sentir temblar los párpados de cuando tienes los ojos cerrados y haces fuerza, se notaba que la nenita tenía miedo, que no era tan grande como aparentaba. Lo más que me gustó fueron sus respiraciones. Nos respirábamos el uno al otro, dando y recibiendo, yo sentía el olor a sándwich de mermelada, que se mezclaba con el olor a bayas del bosque, a agua sin embotellar, a ese champú que tenía impregnado en el pelo y todavía no se le desteñía.
Yo le puse mi mano en el pecho, sentí cómo le palpitaba el corazón, parecía un colibrí desbocado, un compás con pena de muerte, con intranquilidad. Entonces vi que de a poquto se me iban cerrando los ojitos, y no volví a abrirlos hasta recién entró la mañana luego, cuando me tuve que quitar la escarcha del rocío del pelo y de las cejas.
- Queridísima señora, no debería en pos afligirse. Al fin y al cabo, usted es el centro de todas las cosas, su vida. Debe saber sobreponer esa pena yerma que ahora padece, debe volver a hacer brotar las hojas de los almendros, para que los humanos tengan algún motivo por el que cantar en primavera.
En un sillón de troncos, la Madre Naturaleza estaba dispuesta, con los ojos encarnados, las hojas que formaban su silueta de un tono amarillento, atacando al gusto. Las enredaderas que formaban su cuerpo estaban más blandas que de costumbre, amenazando con deshacerse de un momento a otro, como no se paliara la pena. Su niño. Aún le pareció verlo en la cuna de malvas violetas moradas, recostado esperando al otoño para que le salieran los dientes de marfil, que a veces parecían de ébano blanco.
- No va a proceder nada en esta primavera hasta que Cronos, dios del tiempo y las desgracias reviva a mi retoño.
- Pero señora, Cronos murió ya. Todos los dioses griegos murieron ya, y apenas quedan algunos de los nórdicos. Me contó Hermes que un día fue a echar un póquer con Odín, y que este casi intenta empeñar su ojo. Cuando me lo contó, mientras compartíamos ambrosía, casi me parto de risa – dijo el sirviente, haciendo amago de reír, hasta que vio el rostro funerario de la reina.
- Mi señora, la vida de los demás pende en usted. Hágase a vos la voluntad del mundo, y diciendo esto, se retiró.
La mayoría de los niños se levantaron abrumados, y cuando Marcos se sacudió el rocío húmedo del pelo, advirtió que era uno de los primeros en madrugar. A su lado, seguía Sandra, y azulados seguían sus ojos. Era casi una linde entre el violeta y el turquesa, pero ¡ qué lindos! Parecían tallados. Los miraba y le entraban ganas de morirse acariciándolos, pero sabía que no había tiempo, tendría que improvisar algo del desayuno antes de que se levantaran todos en tropel, tan hambrientos y tan torpes.
Levantó la vista y oyó el cantar de los pájaros. Pensó que cazarlos sería difícil. Se incorporó de cuclillas y se aproximó al riachuelo. Con ayuda de dos troncos huecos que tenían solamente un lado de abertura, los llenó de agua y los apiló a los pies de un fresno. Recogió algunas bayas, las olió para asegurarse de que no estaban podridas ni envenenadas ni nada de eso.
Se le volvieron henchidos los ojos al comprobar que aquella comida era más que suficiente, y empezó a golpe de palmada a incorporarlos a todos. Hoy tendrían que comenzar las sesiones de búsqueda, se habría dado el parte en la cosmópolis limeña, y enseguida los refugiarían con mantas y les leerían cuentos, susurrándoles al oído que nunca se la volverían hacer pasar tan mal. Y todos complacidos.
La mayoría empezó a despojarse de las ropas que carecían de utilidad. Muchos quedaron en paños menores, y cuando Marcos vio a Sandra con esa especie de sujetador ridículo, ese que se pone a la edad para empezar a acostumbrar y no para sujetar, sintió en el estómago un no se qué, un vuelco a destiempo. Pero había notado que el aire se había llenado de un perfume dulce, los jóvenes y las jóvenes en efervescencia, reconociendo los cuerpos de ambos, aquellos chicos que tenían las fibras en su sitio, aquellas chicas que un poquito anchas tuvieran las caderas.
Cometieron el error de quitarse las camisas y empezar sin conocerlo a vagar por una selva más inexplorada que el oscuro bosque.
No se sabe en qué momento del cuarto día comenzó a caer una lluvia espesa y blanda, que les acarició a todos la mugre. Enseguida se vieron agradecidos, y viéndose con un rato de ocio en varios días, jugaron en el barro removiéndolo, como si sus manos fueran palas y aquello no pareciera excremento de ninguna clase.
Algunos construían casas, muñequitos de barro que escuchaban poesía, pero muchos se dieron cuenta ( sobre todo los chicos ) en el afán trepidante que había en el juego de perseguir nenitas. Una especie de farándula inocente, sin sentido, sin causa, los hacía estar ebrios, de trementina, de endorfina, de sexo. Y como muchas cosas, ellos ni lo sabían.
Parece que no nos vienen a buscar, nos habremos desviado del perímetro limitado del que nos habló el profesor Llosa. Estos bosques con tanto vericueto son enormes. Quizá entonces nos toque vivir acá. Pero ni tan mal, con toda esta comida, los placeres mundanos, ya nos toca crecer, y ya lo estamos haciendo. Cada vez que me acerco a Sandra me siento mas grande, un bebé imponente que sabe cuáles son sus instrucciones. Bueno, lo mejor quizá sería jugar con Sandra en el barro, acorralarla entre cosquillas y, dejándome el limo enfriar la piel, ver qué sucede a continuación.
“ Se comenta que lleva llorando la tira, que lleva soltando lagrimones espesos desde hace uno o dos días sin parar. Claro, los humanos lo sienten como una brisa pasajera porque ellos tienen el movimiento de rotación, pero nosotros estamos aquí en las nubes, nuestra forma de percibir las cosas es distinta. Para ellos se trata de una esporádica agua latente, cayendo a borbotones sobre los campos verdes.
- ¡ Pues si no pueden devolverme a mi hijo, que mueran todos los que yo amo en la naturaleza, como la naturaleza mató desagradecidamente aquel a yo amé tanto! – dijo la Madre Naturaleza. Hízose su voluntad al acto.
Entonces el cielo empezó a temblar, como un desgarrón abominable, yo agarré a Sandra por un brazo y grité la alarma , busqué refugios, no podíamos tener escapatoria. El agua comenzó a caer, las gotas me hacían daño, por muy curtida que la piel se nos hubiera quedado por esos días al aire libre. Rompió su coraza y con enojo nos maltrató la ternura infantil . Encontré un recoveco en una pared del acantilado, nos pudimos resguardar ahí. Mientras tanto, afuera, se veía a los niños gritar, chillar, huir despavoridos. En plenos intentos, se veía a los niños agarrar toda la fruta que pudieran, otros intentaban hacer que no era para tanto, aguantando el fragor de tanta gota gorda, pero al final se veían achacados fuertemente, y caían débiles en el pasto que pasó de estar mojado de agua a estar mojado de sangre.
Con quejidos roncos los troncos caían sobre nosotros, o más bien sobre ellos que no tenían refugio, intentando buscar un animal que también huyera para saber hacia dónde, ya no estaba yo para enderezarlos, conducirlos por una senda decente, algún camino sin tropiezos, entonces ellos se quedaban desorientados. Parecían cojudos los niños, brújulas sin aguja roja, los dos lados del mismo color. Me daban pena en el fondo, para ellos fui como un mesías aterrador, les guiaba. Pero entonces sobre el aire empezó a tronar más fuerte, a levantarse un viento tan profundo que dejé de decirle nada a Sandra por temor a que no me oyera y tener que repetírselo. Ella estaba agarrada a mi pecho henchido, igual de grande que mis ojos a la hora del desayuno de aquel primer amanecer. Se acurrucaba contra mí , creyendo que yo tenía algo que ver, o una especie de inmunidad ante lo que estaba pasando. Le susurré palabras de tranquilidad al oído, pero al acabarse la tranquilidad con los truenos, los relámpagos y toda esa calumnia, no supe qué más hacer mas que estrecharla más que fuerte. A decir verdad, yo tenía miedo. Miedo de lastimarme y de que la lastimaran. Pero el ruido no cesaba, y las respiraciones entre nosotros se oían menos pero eran enormísimas, acabamos sumidos los dos en la misma convulsión incomprensible. No supe cuantas horas podíamos habernos permanecido en esa posición fetal, con un muro de piedra a siete u ocho centímetros de nuestras cabezas, rodeado de maleza que olía a barro. Y no oí más chillidos de los niños. En mi campo visual se veían a algunos que parecían estar acostados, como inofensivos, pero más tarde me dolió comprender que estaban muertos. Esos compañeros de clase, a los que alguna vez les pediste la lapicera, y ellos te agarraron la amistad de primaria con tanta ternura que tu prometiste no abandonarlos nunca.
Y entonces me besó. Bueno, o la besé yo a ella, en estos casos no se sabe quién tiene la prioridad. Ella me acercó su cabeza, que parecía más pequeña con su pelo reducido por la lluvia, una lluvia que olía a cal. Me miró con esos ojos tan profundos como un abismo, donde ví mi caída reflejada. Y entonces cerró los ojitos y me arrimó los labios, como dos sépalos de flor caliente, y me quedé como mudo mirándola con los ojos abiertos mientras a ella le resbalaban gotitas diminutas de las pestañas hasta el moflete.
Cerré mis ojos y ese instante se nos detuvo, se me quedó adentro una droga que pudo ser peor que fumarse un Gauloise de esos apestosos que fumaba papá. Y cuando separamos carnes y volví a abrir los ojos, la realidad seguía esperándome, y mis compañeros de pupitre seguían muertos.
Cuando salieron de aquel pequeño techito de piedra que les había defendido de la lluvia, vieron que aquello era peor que un grito o una tarántula venenosa, estaba la sangre esparcida por el suelo y los compañeros estaban o muertos o desaparecidos. Al fin cesó de llover, y ellos aún tenían las entrañas acaloradas por el súbito encuentro. Estaban tan confundidos que no se dieron cuenta de que eran los únicos sobrevivientes de la catástrofe, ahora solo miraban los charcos y veían vida, a pesar de poder tener un cadáver de un niño que estaba boca abajo, no se le veía gracias a todo, la expresión de pánico. Amaron la naturaleza, se amaron a ellos. Al fin lo entendieron todo, se entendieron solos. Contabilizaron a todos sus compañeros, y vieron a la mayoría esparcidos a doscientos metros a la redonda, cubiertos de fango, sangre, espinas, hojas, todo lo que había en el suelo del bosque. Encontraron a uno en la copa de un árbol aferrado a una rama, pero aunque creyeron que respiraba por la postura , estaba tremendamente tieso. Temieron que los cuerpos empezaran a pudrirse, y para no pillar enfermedades tenían que actuar rápido. O deshacerse de los cadáveres o cambiar de lugar. Eligieron lo segundo. “ Al fin y al cabo, los gusanos harán lo primero por nosotros” pensó Marcos casi con curiosidad por lo que estaba diciendo.
Entonces se tuvieron que internar más en la parte agria del bosque, donde no penetran ni las risas, donde la oscuridad no es lo que ves, es lo que sientes. Pero ya no tenían miedo, lo hubieran tenido antes si se hubieran quedado desorientados como cuando llegaron el primer día. Pero cuando se amaron de verdad, llevaban una semana besándose como niños y queriéndose como adultos.
Cuando Marcos volvió de recolectar la comida, se sentó en un claro que habían ellos habilitado, con un montón de hojas secas para dormir, un agujero para los excrementos a cincuenta metros de allí, y en el otro extremo, más cercano, un riachuelo con esa agua que les daba la vida.
En una de estas, ambos sintieron un arrebato, Marcos tuvo que liberar todas sus pasiones y amarla como nunca, se quitaron los harapos, se besaron cada centímetro de la piel, Marcos reconoció por primera vez unos senos, vio su piel entera, como si fuera un póster en vivo, la abrazó, le besó todo, los muslos, los brazos, la acarició… Cayó en un combate febril donde ella acabó ronroneando , y acabaron viendo la lluvia como algo maravilloso que simplemente les había unido.
Pero tras esos encuentros, tras no haber sido rescatado a pesar de tanta plegaria, ya no sintieron el deseo de volver a la civilización, estaban bien como estaban, durmiendo cuando querían ,sin restringirse por los márgenes estrechos de una sociedad ambiciosa que buscaba exprimirles el jugo.
Tremenda pena sintió Marcos el día que la encontró acostada, febril, murmurando tangos sin saber cantar, recitando poemas sin apenitas saber leer.
- Qué te pasa, qué te han hecho – dijo Marcos lo suficientemente agitado.
- Creo que me ha atacado una serpiente, mírame el tobillo .
Marcos vaciló, pero al mirarle el tobillo vio, apenitas al lado del hueso, las marcas de un par de colmillos desgarradores, que dejaron de sangrar la herida, pero la dejaron hinchada como la esponja que usaba él para la hora del baño cuando vivía en Lima con sus padres. Pensó que en ningún momento como ahora le había sobrevenido la nostalgia. Pensó que en otro caso hubieran podido llevarla al hospital , darle a ella la necesidad serena de que existía un antídoto. Pero ahora, casi sin inmutarse, sabía que lo único que todo lo resuelve es el tiempo . Decidió limpiarle la herida, probar con emplastos de alguna yerba que pareciera amistosa, pero nada. Esto seguía hinchándose, y la cara de Sandra, de Sandrita, la loca, la criolla, la de los ojazos negros, la de los ronroneos en noches de luna plena, estaba poniendose más que mustia. A Marcos se le estaba poniendo la cara amarilla, color bilis, y no tuvo siquiera el valor para enterrarla. Antes de eso se la comió a besos, le lloró un Atlántico, le escupió todas las palabras de amor que siempre quiso decirle, mientras ella miraba con esa mirada perdida, entre quién sabe qué libros de cuento para irse a dormir, entre qué golosina para comerse antes de cenar y que la mamá la regañe y el papá le mire preocupado.
Se fue derrengado, destrozado, entró al bosque como niño y salió como viudo.
- No puede ser, mira al pie del acantilado. Parece idéntico a mi hijo. Parece que el rayo no se lo hubiera llevado, sino que hubiera crecido. Míralo, tan talludito, tan poca cosa indeleble, es perfecto. Es lo que necesitaba – dijo la Madre Naturaleza mirando a Marcos.
Entonces no sé qué carajo salió del cielo que me tendió su mano, me dijo que ella había perdido a alguien también, que la pena que ambos respirábamos la paliaríamos juntos. Lo único que me dijo es que tenía que saltar del abismo, caer en las cascadas de remanso que había al final. Me aproximé al borde, miré a lo hondo y me dio miedo, me acordé de la lluvia y entonces no me asusté más. Con mi trozo de piel y el cayado que tenía aferrado, salté del acantilado, y mientras iba cayendo, me pareció ver en el fondo de la catarata los ojos de Sandra, lamiéndome el moflete con un beso de despedida.

Hoy todavía en Lima capital se ve una placa límpida en honor a aquellos muchachos que abandonados fueron en mitad de un bosque, y encontraron su hegemonía quedándose a vivir en las entrañas, con la Madre Tierra sirviéndoles más jugo de melocotón.

1 comentario:

  1. Nene, aún no lo leo, pero me dan unas ganas terribles de leerlo ya! :D

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