No dejes de seguir al conejo blanco

No dejes de seguir al conejo blanco

sábado, 14 de agosto de 2010

El mundo de las palabras demasiado insignificantes como para ser entendidas

Gracias Júlia


Se dio cuenta de que trabajar en verano en la bilbioteca era algo más bien despreciable. Le atizaba tórrido el calor por los ventanales, y los lomos de los libros parecían decolorarse día a día que les incidía el sol. No sabía cómo había podido aceptar ese curro de mierda. Viejos leyendo el periódico, viendo el mundo pasar página a página. La tarde a veces se llenaba de un olor de café espeso y oscuro, que le llegaba desde la oficina de los burócratas indomables que habitaban al final del pasillo. Más de una vez le había llegado el olor mientras recogía los libros devueltos y los colocaba por orden alfabético, por autor, por drama o comedia; otras veces el olor le había llegado desde la alta escalinata con ruedas que usaba para llegar a esos estantes que parecen estar ahí para ser olvidados, ya que sólo llegarían a agarrarlos un grupo de jugadores de baloncesto saltando. Una vez, estando sentado en una mesa, el olor del café pasó a través de un helecho que había cerca de sí, y la tesitura de ese olor le marcó profundamente.
La verdad, ir a la biblioteca le había beneficiado bastante. En su mesa habían aparecido tomos de Joyce, de Tóstoi, de Bernard Shaw... Todo extranjero, cómo no. A quién se le ocurre leer algo autóctono, si nunca vale más que un pisapapeles.
Había muchos viejitos que venían a proyecciones de clásicos, como Casablanca o El Padrino ( esas eran las que él había visto durante más tiempo por su amor a la genialidad de Marlon Brando), en vez de ir al cine, que últimamente estaba todo carísimo, y antes de cada película se les ocurría hablar de cómo les chupaban la sangre y su pensión se hacía más y más ínfima, hasta esfumarse con las gotas de polvo que barría Doris, la asistenta de la limpieza a la tarde.
Una tarde, dos horas antes de que hubiera una proyección, estaba ordenando clásicos irlandeses por orden alfabético, y se encontró a un viejo dos mesas más allá con un tomo desvencijado de la Larousse. Cuando estornudó, él le dijo salud, y cinco segundos más tarde, le preguntó si no sabía que había versiones más modernas de esa enciclopedia. El viejo rió, se le erizaron ligeramente las patas de gallo. Le dijo, Claro que lo sé, pero es curioso saber lo que antes no sabíamos, además huele a viejo, como yo, dijo sonriendo.
Entonces Rafa reflexionó dos segundos, a él también le gustaban los libros que olían a viejo.
Se invitaron a un café, y él le enseñó todo lo mágico que hay en las cosas antiguas, los borrones de la tinta por el paso del tiempo, las palabras escritas a boli de algún estudiante que necesitó para una consulta, el que posiblemente ahora sería un rutilante abogado ; algunas entradas desfasadas... Entre datos , descubrió que la primera Thompson, la ametralladora, se inventó antes que la máquina UnderWood de escritura. Es decir, aprendimos primero a matar que a expresarnos. Le pareció un acto bastante sombrío y deplorable.
Él seguía con el orden alfanumérico absurdo de los libros que le había dicho la bibliotecaria, y mientras el viejo se deleitaba leyendo la enciclopedia vieja, todos los tomos. Cuando lo conoció, Iba por la D. En agosto estaba por la M.
Hubo un día que no le vio leyendo Larousse, y Marcos ( como se llamaba el viejo ) estaba más sombrío que de costumbre.
Marcos, qué te pasa, preguntó Rafa escueto. Nada, dijo, me he dado cuenta de que hay palabras que no aparecen en la enciclopedia. Y eso es tan terrible, preguntó Rafa.
Claro que lo es, contesté. Seriamente los chicos de hoy en dia no saben nada. Se quedará pasmado cuando le diga las palabras que no encontré.
No estaba la descripción de Amor, de Felicidad, de Compañia. Hay un vacío rotundo donde se supone que deberían estar.
Pero esto lo encontraste en la Larousse, preguntó Rafa. No, estaban en el diccionario de la RAE de 1999.
- Esa es la última edición- dijo Rafa
- Lo sé. Nuestro futuro está mal encaminado.
El silencio se cargó un momento hasta que Rafa volvió a preguntar.
- Pero dígame, qué problema hay con que esas palabras no salgan, no lo entiendo.
El viejo se sintió como súbitamente resentido, pero se acordó que él era joven y rectificó.
- Bueno... Está claro que a tu edad no puedes comprender lo que es importante de verdad. Pero con tu edad no me refiero a tu madurez, sino a la sociedad en la que te ha tocado vivir. Hoy día, no se valora un paseo por la playa, un beso a medianoche (no, ,creeme, no se valora), una cena con amigos... Nos hemos distanciado tanto, poniendo ingentes barreras entre nosotros y el mundo de lo que realmente merece la pena... Y todo por el cochino dinero. Dime una cosa, qué cosa de las que puedes comprar te hacen felices, sin contar los bienes básicos.
Rafa se quedó pensando. Libros, dijo él. Si bueno, pero date cuenta de que si eres socio de la biblioteca, no tienes que pagar por ellos. TIene razón, dijo Rafa. Entonces, una consola, una PlayStation. Pero esa ilusión que te brinda es momentánea. Te acabarás aburriendo de ella.
Rafa no supo qué decir. Lo que te quiero decir, dijo Marcos, es que han hecho desaparecer las cosas más bonitas. También han desaparecido cosas que no son tanto, pero a nadie le importaba. Piensa que si tuvieras que decirme la definición de amor, no sabrías cuál es.
- Besos- dijo Rafa sin pensarlo.
- Bueno, no exactamente. Pero has captado lo que te he dicho, ¿ no ? Hay un mundo detrás de las palabras que decimos día a día. Y estas palabras llegaron a un punto que fueron tan insignificantes en las enciclopedias o en los anuncios por darle importancia a otras que no lo eran tanto, y que acabaron desapareciendo como estelas de polvo un día de primavera.
Rafa se quedó meditativo, y de repente se levantó de la silla y fue a buscar un teléfono.
- A dónde vas.
- A llamar a la RAE, a decirles que he conocido a una persona que puede ayudarles en su próxima actualización.

1 comentario: