No dejes de seguir al conejo blanco

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domingo, 29 de agosto de 2010

Me quedé ciego en el alma

- Le digo, no veo nada, ni los minutos, doctor – decía Martínez sollozando, aferrando con sus manos arrugadas y llenas de puntitas un pañuelo bordado.
Aquello había comenzado un lúgubre jueves de un día cuatro cualquiera, el doctor tuvo que interrumpir una visita porque la enfermera acababa de avisarle de una llamada urgente de Rodolfo Martínez, un paciente habitual por casos de lumbalgia, estrés, etc.
Pero había visto a otro Rodolfo llegar al consultorio, primero se enteró de que estaba taquicárdicamente alterado, en la cara se le veían huellas de gotas de sudor, y tenía la cara marcada por profundos surcos. El doctor le dijo que tomara asiento, sin problemas, que trataría su problema, fuese cual fuese. Eso no pareció tranquilizarlo.
- Por más que me diga, tengo la visión tan alterada, es un cúmulo de cosas, de confusiones, no distingo líneas de principio y futuros, ni de pasares, andares, qué se yo, doctor. Estoy desorbitadamente perdido dentro de mi jaula, necesito poder volver a apreciar la cara de mi mujer – dijo mientras hacía con las manos la comisura de su cuerpo, de su cara, como si estuviera pintando en lienzo. El doctor pudo percibir una cierta alegría en los ojos de él cuando le evocaba.
- Y dígame, Rodolfo, a qué hora le sucedió esto, cuáles son los síntomas.
- Bueno, habíamos tenido una comida muy pesada, ese endemoniado cocido que prepara mi suegra, que a veces parece que el tocino me entra por vía rectal al colesterol, doctor, esa mujer no se da cuenta de la comida poco saludable que hace. Y mientras, mi mujer otea el campo de batalla, expectante de ver cuándo nos lanzábamos platos y ella tenía así un pretexto para enfadarse y que esta noche dormía en el sillón, como forma de reproche.
El doctor le echó una de esas miradas de “ apúrate, Martínez, que esta sanidad es pública y mi tarde se contrae en dos patadas”
- Lo que le iba diciendo, doctor ,- corrigió – es que para combatir ese plomo que yo tenía ahora en el estómago, me quise dar un descanso de esos del guerrero, ya sabe, dejarme caer en el diván sin preocupaciones, sin más preocupación que tener que volver a despertar un tiempo más tarde. Me recosté la cabeza en la almohada, y en cuanto me levanté, ya pudo imaginarse…¡ Mis ojos! Mis queridos ojos, estaban como atrofiados, era horrible, las formas que siempre había observado, eran como gominolas de humo.
El doctor estaba meditabundo , tenía que separar esas metáforas bañadas en casuística, para poder percibir que :
1. Se había quedado ciego tras la ingesta de alimentos que había cocinado su suegra.
2. Su mujer se la estaba pegando y estaba buscando un pretexto lo suficientemente válido para echarlo de casa ( Eliminó esta segunda idea, ya que no tenía nada de dato clínico).
- Debió de ser un gran choque, de repente, no sé, es todo demasiado repentino, no cree usted.
- Y por eso vine a verle, ha sido todo tan esporádico que parece cosa de brujería. Y ahora usted me ve aquí sentado en su despacho. Dígame que hallará diagnóstico y cura, doctor. Es tan abominable lo que veo…
“ La oscuridad es el peor de los monstruos, amigo” pensó el doctor, pero se calló, le pareció un comentario cruel, y más ahora que sería un invidente.
El doctor, con menos parsimonia que antes, cogió su linternita de esa que siempre tenía prendida en un lado de la bata, la encendió, la probó contra la pared y se la dirigió a la retina. Veía una superficie grisácea, con leves ondulaciones, como quien chapotea en el agua, y luego vio que tenía los ojos irritados, probablemente el humo de la asquerosa ciudad. Veía que los ojos se movían súbitamente con el golpe de luz. Entonces, se quedó sorprendido.
- ¿Acaso percibe usted la luz? – dijo el doctor, bastante inseguro.
- Claro que la percibo, la veo desde la linternita, también veo esos muñones que tiene por dedos asirla firmemente. Pero no me deje con ellos doctor, todos son unos monstruos.
- ¿ Quiénes son unos monstruos? – preguntó desconcertado el médico.
- Ellos, la gente que veo por la calle, con esos aspectos tan extravagantes y tan lejanos a lo que era mi realidad… - y no pudo reprimir un sollozo que pareció un chirrido.
- Pero cómo, entonces ve.
- Claro que veo, pero desde esta tarde no veo los colores, los atardeceres, las cosas banales de la vida. Desde esta tarde veo las almas.
- ¡ Pero entonces puede usted tener superpoderes! – exclamó de júbilo el doctor. A Rodolfo le pareció que un hombre serio y de sus aspiraciones creyera en esas patrañas. Permaneció callado.
- Pero qué pasa, no puede convivir con esa visión o qué – preguntó el médico.
- Claro que puedo convivir con ello, lo único que sólo veo almas, no veo las caras. Sólo veo el interior, el espíritu, el ente de los que se cruzan conmigo.
- Pero, y entonces, Rodolfo, cuál es el problema – dijo el doctor desconcertado, colocándose las patillas de las gafas.
- En que cuanto más las miro, más horribles me parecen.

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