No dejes de seguir al conejo blanco

No dejes de seguir al conejo blanco

miércoles, 16 de marzo de 2011

Juegos de manos

Ella ya había decidido de forma premeditada la forma en la que me iba a dejar tirado. En fin, no quiere decir que no estuviera preparado, uno va recibiendo esas débiles señales, esos pequeños espasmos en la punta de los dedos que le alertan del peligro.

A veces sentía que se alejaba, sentí que era menos mía, era un trozo de tela inerme y yo me creía muerto. Pero supongo que es normal, a veces me quedaba dormido a su lado, soltándole toda la respiración, y cuando te levantas suaves cosquilleos recorren tu cuerpo. La echo de menos porque era muy útil. Sí, lo era, a veces deslumbrábamos en partidos de tenis a nuestros oponentes. La forma que tenía de escribir era también deliciosa, soberbia. Me era de gran ayuda en las redacciones de cartas, incluso creo que en muchos trabajos me escogieron por la elegante presentación de mis escritos a mano. Pero bueno. Uno ya se va documentando, se va preparando con la experiencia de la vida para prevenirse de que pasaría.

Se desprendió de mis horarios como las gotas de rocío se descuelgan de las rosas. Y al final nada, un leve chapoteo insuperable, un sonido de tocata y fuga, un sonido que muestra lo abandonado y lo triste que te sientes. Una vez estaba sentado en un butacón de anchos brazos, leyendo algún cuento ligero ruso ( Chéjov, creo, sí, era “El Orador”) mientras la chimenea gimoteaba babeando llamas. Estaba envuelto en mi batín y me parecía ser feliz.

Pero entonces parecía indicarme algo. Estaba como furiosa y poco complacida, estaba molesta conmigo y casi me volteó con el revés la cara, aunque sólo me rozó la nariz. Siempre había tenido que someterme a su voluntad, no tenía otra salida, incluso en el colegio mis compañeros se burlaban de eso. Pero era bastante dócil cuando tenía que cortarle las uñas, se volvía como mansa. A mi otra mano, sin embargo, no tenía más remedio que quitarme las uñas ablandándolas con saliva y tirando ligeramente, siguiendo la curvatura de la propia forma de la uña, ya que hubiera sido de un peligro extremo haberle dejado unas tijeras.

No sé por qué no lo evité, pero desde niño, para mí era como tener una rama esquizofrénica con ganas de chinchar, de meter los dedos fofos en ojos ajenos, e incluso en mis propios ojos. Se notaba que no me amaba. Era más bien una cuestión de complicidad, la relación entre dos mamíferos simbióticos que se aguantan como un matrimonio resignado. Y hablando de matrimonios, mi mujer no pudo soportarlo más. Me abandonó dejándome con mi propia bestia, casi de igual forma que lo haría la bestia unos meses después, en una tarde de lluvia.

Perdí entonces todo centro de poder, me sentí un rey exiliado. No podía hacer otra cosa que renegar mi existencia; llegué a prender un revólver brillante y colocármelo en la sien, pero era tal la ineficacia de mi mano derecha, que tenía miedo de provocar desconchones en la pared, y al final no lo hice. “ Bien que te pudiste tirotear en un parque, cobarde” me dijo mi subconsciente. Pero más que el miedo a la muerte, era el miedo de no volver a verla. Ni siquiera pasar una página tenía el mismo placer. Ese crujido sibilino en mitad de una tarde tranquila, oh, no, se había acabado. Era un pobre obsoleto, condenado a leer acostado o incluso a hacer auténticos malabares para apreciar apenas un poco de buena literatura.

Mis amigos me apoyaron. Bueno, solo al principio. Creo que como mi propia mano, se acabaron yendo, aunque más que por una cuestión existencial, como podía ser la propia cabalidad que escondía la mano, por pesadez. No aguantaban mis lloriqueos, era un viudo, no, era peor, era un divorciado que anda en pantuflas todo el día arrastrando los pies. Y fueron huyendo, se escondieron lentamente como los caracoles en las rocas, y cuando quise buscar un hombro sobre el que llorar, solo pude encontrar el mío y la sombra de lo que había sido mi cuerpo entero. No era para nada una desproporción, pero las ganas de matarme me entraban cada vez más. Visité psiquiatras hasta pulirme el sueldo, y pensé en la prótesis. Pero cuando me puse una de plástico frío y rígido, lo vi claro. Era como estar engañándola. ¿Qué clase de ser vil y perverso hubiera sido yo si no hubiera obrado consecuentemente, si no hubiera tenido en cuenta los sentimientos de la que un día fue mi compañera, mi mejor herramienta? Así que por orgullo la rechacé. Y me mantuve fiel hasta el día de hoy, en el que le voy a enviar compañía, para que no se sienta sola como yo. Además lo voy a hacer con el mismo abrecartas con el que ella se liberó, mientras yo veía palpitar la fuente de sangre que nos unía cálidamente, y ella, tras abrir un poco el fechillo de la ventana, me miró ( y todavía no me explico cómo) y me hizo una leve reverencia, como esas princesas de cuento a las que yo debería haber salvado para que no me rehuyeran.

2 comentarios:

  1. 2 cosas:
    1º la idea es mía
    2º te podías haber esperado a que te pasase la mía cabrón ¬¬
    no la he leido para que no se me pegue nada al escribir, me temo xD

    ResponderEliminar
  2. Jajaajjaajajajajajajajajajaja dios! Los dos son TAN graciosos!

    ResponderEliminar