No dejes de seguir al conejo blanco

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lunes, 14 de junio de 2010

A christmas carol

Estaba desvelado. El ulular de los búhos había destrozado de un plumazo su tranquilidad, y no la había retomado. Cogió su reloj de bolsillo. Eran las tres de la mañana. Sin duda, uno de esos insomnios asquerosos que te dejan sin dormir porque sí. Se levantó de la cama y se calzó sus babuchas de piel, y se dirigió por el suelo de madera sonora hacia la cocina.

Iba a prepararse el ritual vaso de leche caliente, ideales para cuando no se concilia el sueño. Calentó el hornillo con leña, y esperó un par de minutos a que los leños crepitaran de forma escandalosa entre esa soledad. Luego, colocó con finura una de las teteras ornamentadas que tenía en la alacena. Cogió la leche, y tras ponerla en la tetera, se apoyó en una mesa de al lado del hornillo. Las sienes estaban palpitantes, se sentía inquieto. Había pasado la eterna juventud, y nunca supo esperar sus años de gloria. Los esperaba, de forma necesaria y merecida, pero no llegaron. Suspiró. De repente, le dio por mirar a la ventana. La nieve se sacudía de las nubes, como si se estuvieran desperezando, en una batida profunda. Se arremolinaba, y se veía el profundo frío traspasar por las ventanas. Se estremeció de una forma casi ridícula, y se alegró de estar dentro. Fuera, todo parecía salvaje, y a la vez sin vida. Un paraje oscuro, pero de manto blanco. Siempre le había fascinado la nieve, y la lluvia también. Habría querido definirlos como misterios mágicos que sacuden la tierra, que sólo sucede cuando realmente pasa algo importante.

El continuo sonido de las llamas consumiendo la madera era el único ser vivo que parecía poblar la habitación. Charles se sentía inapetente. Veía el fulgor de las burbujas de la leche, mientras ese humillo cálido subía hasta el techo. Cuando volvió a mirar por la ventana, se sobrecogió de un susto. Había alguien al otro lado. Detrás de los cristales sucios, se podía distinguir un joven con gorra, que estaba mirándole a él. Charles se quedó inmóvil. Un minuto más tarde, el niño hizo como si él no existiera, y en el propio reflejo se sentó en un taburete. El mismo taburete que tenía en la esquina de la cocina, esa que se reflejaba donde estaba el pequeño intruso sentado. “ No puede ser”, se dijo, y al darse la vuelta esperó encontrar al niño. Cuán fue su paz al encontrarse el impávido taburete sin ningún extraño con sus posaderas agavilladas en él. Suspiró intranquilo. Al volverse a la ventana, encontró, cómo no, su reflejo de cuarentón reflexivo. “ Ahora todo está en su sitio” dijo satisfecho.

En un par de minutos, sacó la leche del fuego y se sirvió un vaso espumoso. Apagó con una manta el fuego, y cuando se dirigía hacia su cuarto, echó un último vistazo a la ventana. De la sorpesa, se le cayó la jarra de cristal y se desparramó toda la rotura por el suelo de madera ajada. En la ventana estaba él , con cuarenta años más. Tenía las mismas facciones, pero muy envejecidas y más tristes. Cuando él se palpó la cara, la figura del reflejo lo hacía con idéntica simetría. Sintió miedo. Al girarse, vio una gran figura negra, flaca y encapuchada. Estaba erguida delante de él. Charles sabía que era la muerte.

De repente, despertó. Había tenido una pesadilla que mostraba, sin saberlo, su pasado, su presente y su futuro de forma fugaz. Sin perder tiempo, Dickens se levantó de la cama rápidamente para que no se desvanecieran sus ideas del sueño, y escribió así el cuento que hoy da la vuelta al mundo. Christmas Carol, por Charles Dickens

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