No dejes de seguir al conejo blanco

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domingo, 20 de junio de 2010

Lorenzo I

Sonó una campana de timbre, que indicaba el final de las clases. Lorenzo salió despipotado de clase, sin recoger de buenas formas sus útiles y sus libros. Corrió como un gavilán por los terruños que rodeaban los pocos centros de educación secundaria que había en toda la isla. Se movió por todas las calles, reconociéndolas y viviéndolas, porque se conocía cada baldosa lóbrega y cada feliz arbusto. Era un chico de mesura, tranquilo y de gran vocabulario. Llevaba unas gafas como de concha, medio onduladas y de pasta marrón. Tenía la nariz pequeña, un poco torcida, y la mayoría de las veces, los labios agrietados, muy sensibles.
Nunca fue altanero como los de su clase. Morenuchos todos (era un colegio masculino), fuertotes y arraigados en las artes de conquistar. En cambio, él, de vida sosegada, buscaba otro estilo. Era menudito, un poco escuálido, y, a ojos del Caribe, era un blanco de los que más. Las artes falatorias no fueron su punto fuerte, prefería llegar primero con las palabras y su personalidad. Era por eso, y sólo por eso, que a su bien entrada adolescencia, no había llegado agua que saciara su sed. No se sentía mal, lo aceptaba, aunque una parte de él deseaba que esa verdad fuera menos rancia, y poder mentir un poco más sobre lo que realmente quería.
Fue aquella misma tarde de junio, a punto de acabar las clases de lucero, pensando ya en las tranquilas playas, cuando la conoció.
Él siempre tenía la filosofía de que no había tiempo que perder, que cada segundo que no estás siendo feliz es un segundo que estás perdiendo. Por eso iba siempre volado a todas partes. Comía desaforado, igual que se duchaba. Era consciente, de que tenía suerte de conservar eso que todos tenemos y nadie valoramos: la vida.
Cruzando las esquinas, vendadas por los cruzares de la gente, siempre se obnubilaba al admirar el sol en forma de medallón, y la luna, casi inexistente, en forma de alfanje. Por eso, aquel día, sus pupilas no vieron a una hermosa señorita que llegaba a la cúspide de la esquina en el mismo instante que él. El golpe fue de happening. Al ir corriendo, casi tocan sus cabezas. Los dos cayeron al suelo, como impulsados por una fuerza mágica.
- ¡Lo siento! ¡No sabe cuánto lo siento! – se levantó rápidamente y la ayudó a levantar. Al hacerlo, su cara morena se quedó a escasos centímetros de las gafas de concha, y por consiguiente, de la boca de Lorenzo. Podía sentir su respiración.
La chica tardó en contestar.
- Me imagino. Me has hecho un buen placaje. – decía todo esto con una sonrisa tierna.
- Yo… De verdad... De...Debería mirar por dónde voy.
La chica sonrió. De repente, comenzó a recoger los libros que iba cargando desde antes del choque.
- Oh, déjeme que la ayude, señorita. – y se puso a su lado a organizar los libros en una pila. Todos eran de tapa dura, y verde.
Terminaron la faena, y al levantarse, Lorenzo hizo una reverencia, y dijo:
-Siento todo lo que le he hecho, está usted en su sano derecho de insultarme.
La chica rió. A Lorenzo le pareció que era una risa profunda, pero bella.
- ¿Por qué me tratas de usted? ¿Tan vieja te parezco?
- No quería ser grosero con… tigo – dijo, mientras emanaba rubor de sus mejillas.
Con una sonrisa de mariposa, la chica se enunció en nombre:
-Me llamo Yulia. Voy al colegio de Alcázar de San Juan.
- Ah, bien. Cerca de la esquina Boadil . –dijo Lorenzo, con voz algo alterada.
- Espero verte por allí alguna vez. –dijo ella, y una vez terminó, siguió su camino, tras soltar una mirada resplandeciente.
Lorenzo se quedó embobado, como asimilando pisco a pisco lo que acababa de pasar. Todo parecía florecer de otra manera. Las luces deslumbraban de otra forma, y las hojas caían con elegancia de los durazneros.
Por primera vez desde sus seis años, volvió a su casa pisando flojo, con el vapor de amor dormitando sobre sus cabellos, sus muslos, sus brazos.. su cabeza, que la había tocado… Se sentía rememorado por dentro.
Llegó a su casa, saludó brevemente a sus padres, y se metió en su habitación, sin merendar ni cenar. Las doce horas siguientes estuvieron llenas de achaques febriles por un amor que todavía no era ni conspiración.

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