No dejes de seguir al conejo blanco

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miércoles, 30 de junio de 2010

El viaje de prima Esther

En ningún momento pareció un plan descabellado, en una cena familiar de esas nocturnas surgió la idea de que la prima Esther fuera a estudiar su segundo de bachillerato a Chicago, por sus altas calificaciones y por huir del oprobio que significaba trabajar en la isla, una cárcel sin paredes pero con un mar de lejanía. Enseguida se empezaron a movilizar para conseguirle los billetes, buscando por mediaciones de agencias de viajes, páginas baratas de internet, y claro, con el descuento de residente el billete salía tirado hasta Madrid, ahora, el de Chicago era más bien salado. La familia entendía la situación económica, era una tesitura que estaba generalmente pendiente de un hilo. Aún así, se vendieron algunas joyas de la abuela Enriqueta, tuvieron que ser extraídas de las oxidadas valijas, ya que habían perdido las llaves de una forma demasiado casual, aunque todos sabían que las Hermanas ( hijas de Enriqueta ) habían hecho lo posible por evitar que se empeñaran. Sin embargo, Juan Riguero, el padre de la prima Esther, había sugerido (e incluso hizo el ademán) utilizar un machete de cobre que había en uno de los desvanes para apuñalar vilmente el cofre, sacarle todo el contenido como si fueran las tripas de un animal y utilizar por fin ese ansiado dinero para pagarle el viaje a la prima.
El pluriempleo entre los varones fue como una especie de epidemia rala, una urgente necesidad para hacerle merecer su futuro, dejar a un lado la casta e intentar apechugar con la economía porque " algún día la niña deslumbraría". Así pues, fue frecuente encontrar en nuestra casa ( la que parecía tomada como un cuartel general ) y concretamente en el pollo y en la mesa de la cocina periódicos a subrayador amarillo, con lápiz o recortados, apelotonados como si tuvieran miedo de no ser utilizados o condenados a la basura de residuos orgánicos. A los dos meses, todos habían conseguido algún trabajillo, pero aún así todos vivíamos con un incesante vaivén y un latido que parecía único, intentando adelantarse al plazo de la matrícula que se abría en agosto, y estábamos en derredor de julio. Crecieron rápidamente tonos irascibles y ojeras oscuras, debido al cansancio y la extenuación, pero ellos seguían por el bien de la niña, la cual estaba terriblemente emocionada con su partida, la apertura hacia un nuevo mundo lleno de aspiraciones, y no como le llamaba ella a la isla " una caja de zapatos mojada".
Para mí fue divertido mirar las operaciones desde el prisma casi nublado de un tórrido verano, quiero decir que de aquella época lo que más recuerdo eran las montañas de libros que se erigían cerca del cuarto de la prima, como si su única misión fuera prepararse más para poder sentirse más orgullosa. A todo eso le siguió una especie de culto que se le erigió, se convirtió en la Mahoma de la casa, como si hubiera que honrarla por algo que podría hacer. Le hacían ofrendas como eran los vestidos para las fiestas que tendría, también le compraban los útiles más caros , y todo eso parecía ser una soga que aumentaba la tensión alrededor del cuello de la familia.
La víspera fue la peor parte, las dos noches antes fueron circunstancias que no parecían reales, que por fin se iba, había llegado justo el dinero para el billete y la matrícula, aunque luego hubo que pagar el dinero a varios acreedores, ya que los gastos como dije iban subiendo como una espuma en borbotón, una especie de aproximación minuciosa hacia el peor de los destinos. Le legaron cartas de felicitaciones, sms, emails, llamadas, recomendaciones para el viaje... A todos pareció acabarle esa extenuación, ahora sí que parecía erigirse en un pedestal modesto y humilde, con un libro en la mano y un ramillete de incienso para espantar a los mosquitos de Chicago, que se rumoreaba que los de la costa Oeste eran como jabalíes, que parecían auténticos agujeros de bala sus picadas.
Las ocho horas antes del vuelo de Las Palmas mi casa parecía una oriunda sacristía, todo lleno de plegarias, de llantos, de alegrías y de alguna luz tenue que difundía el incienso de canela que había encendido la tía Marisa. Todo el tedio durante aquel verano desapareció por arte de magia, como si un meteorito le hubiera caido. La verdad, entre tan susceptible y furibundo ajetreo era difícil no estar haciendo algo, cargando cajas de comida recién llegadas para abastecer al batallón familiar que ahora asediaba nuestra casa, ordenando los libros que la prima apilaba en los exteriores de sus aposentos y colocándolos en la zona del salón por si los necesitase. Necesitaba prepararse para la prueba de inicio de la Universidad, aunque todos, incluido ella, supimos que iba a entrar.
Entre tanto alboroto de aquellas horas previas llegué a pisar su cuarto, con algún pretexto de llevarle comida de una de mis tías, y entonces percibí los libros aglutinados encima de la mesa, todo ese sahumerio radiante que parecía llegar a filtrarse en todo el aire de la habitación, con las persianas bajadas. Parecía realmente una caverna donde ella tenía sus adoraciones, para rogarle al cielo que no le pasara nada.
Fue una comitiva al aeropuerto para llevarla, con varios coches, a los cuales solo le faltaban los cristales tintados para parecer presidenciales. Desempacaron las maletas, y con las féminas llorando que parecían plañideras, a grandes efectos, un gran funeral. Procesión sublime hasta el control policial donde se desabrochó el cinturón para colocarlo en el cajón blanco e ir hacia la puerta B22 con destino a Madrid a las 17:40 de un veintitrés de julio cualquiera, tras entregar el manido billete a la policía del control se sumergió en la burocracia del aeropuerto. Entonces vi desde la luenga barandilla de tela cómo mi prima se iba hundiendo en la marabunta latente de gente que iba pasando, cómo se iba perdiendo en la soledad de sus muros hasta desvanecerse, y cómo enterarse dos meses más tarde que la habían encontrado ahogada en el Michigan a las dos de la mañana, producto de una violación al salir de la biblioteca.

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