No dejes de seguir al conejo blanco

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martes, 11 de enero de 2011

Batalla campal en mi escritorio

Basado en hechos reales, desde otra perspectiva.


Soy un niño grande. Pero al fin y al cabo un niño al que le gusta jugar con plumas. Estaba sentado en mi silla que suena al mover el respaldo, cuando encontré una de mis viejas plumas en el cajón. Le tenía que cambiar el cartucho, porque el que le había puesto se agotó hace tiempo. Cuando en mis manos tañí ese trocito de plástico rígido, lleno de sangre infecta de palabras, me sentí el dueño poderosos de un millón de versos. Al ir a encajarlo, vi que se desestabilizaba, pero lo coloqué como pude. Así que fui a escribir, pero no salía nada. Era como una laguna vacía, mi papel parecía entonces un corazón sin sentimientos. Decidí abrir el motor, el quid, decidí abrir la pluma. Pero para mi sorpresa, cuando desenrosqué el pequeño plumín y esperé encontrar allí el plástico contenedor de la tinta, no estaba allí. Estaba en la parte larga, la que se encarga más que nada de sujetar los dedos cuando uno escribe con pluma.
Lo que al principio pareció como una cosa sencilla, extraer esa piecita e ir a una papelería a comprar el tinte correcto en el envase correcto, se acabó convirtiendo en una odisea. Lo intentaba sacar, lo aferraba fuerte con mis dedos gordos como troncos, intentaba con mis ápices de madera desprender esa pequeña parte de mí, esa sangre que ahora tenía un orificio y estaba brotando. Al primer apretón efusivo, no pude evitar volverme cuasi-loco. Cuando golpeé la mesa con un golpe seco de la pluma un borbotón negro ( parecía azul, aunque era azul de un azul muy oscuro) se desparramó el líquido por mis apuntes de matemáticas, todos mis límites de una tarde de trabajo tendían ahora únicamente a secarse. Y la mitad de una cuartilla tuvo que quedarse expuesta, no habría suficientes muertos aquella tarde sobre mi escritorio...
Las uñas se me ponían ennegrecidas, esas uñas que tanto me mordía y que se quedaban rojas, de asir lápices vehementemente , echándoles el vaho y el sopor mientras solía escrutar la tarde sobre un cuaderno...
Como pensé que la mano se me engangrenaba y estaba solo en casa, decidí pedir refuerzos. Agarré un clip de mi cajita prolija, lo saqué y lo desenvainé como una espada, una de sus puntas habría de servirme en mi tarea. Rodeaba el pequeño cartucho, le daba mil vueltas, pero no conseguía sacarlo. Se burlaba de mí, bicharraco estúpido, material de oficina defectuoso... Pero aunque yo no había desistido en mi tarea, el clip había pasado ya a mejor vida. Su extremidad doblada, era casi como uno de esos lisiados que siempre piden subvenciones a un gobierno injusto. Lo colgué en la pared con una chincheta para que no se olvidara su hazaña jamás en los lindes de mi escritorio. Pero seguía mi tarea avezadamente.
Otra vez volví a probar con los dedos, intenté no desesperarme mientras la gangrena me pasaba de un dedo a otro, un juego malabar con tinta, un juego de azar con la muerte. Coloqué la cuartilla en el centro de la mesa y ¡plaf! un golpe seco. Salió más tinta, y la cuartilla ensuciada que daba un gusto, y la tarde a pleno sol y a mi me importaba un rábano. Simplemente sacar aquel trocito que parecía un tumor en la propia pluma. Lo intenté con el propio plumín, pero nada, su punta no servía, era inútil. Estuve a punto de echarme a llorar y a bañarme en el charco de sangre, a mojarme las puntitas del pelo, pero en esos momentos de extenuación, llegó la lateralidad a mi cabeza. Fui corriendo al costurero de mi madre, prendí lo que parecía una aguja con cefalea y lo pinché por un extremo, lo fui levantando hasta el último y final instante en el que de despegó de la pluma. Se quedó retozando encima de una cartilla ya manida, lo vi cómo se le iban extinguiendo las ganas de vivir, mientras yo me erguía triunfante con esa diminuta aguja que acababa de socavarle toda la prepotencia, ahora era más hombre, un ser superior, casi me llegué a creer un político con espada.
Cuando al fin se calló, dejó de toser molestamente, yo prendí el plumín y con su sangre fresca me puse a desdibujar sus restos para intentar hacer dibujos de tinta, de esos que venden los psicólogos. Conservo dos de esos dibujos colgados en mi pared, para cantarle cada año odas a su hazaña, a toda esa gente que murió y que al mismo tiempo no me vio llorar de alegría.
Llegué al día siguiente al colegio con las manos manchadas, las personas me rodearon enseguida preguntándome por los hechos, incluso se me acercó una chica con unos tiznes dorados en el pelo y me preguntó si algún día tomaríamos algún helado. Y ahí estaba yo, exhibiendo mis invictas heridas de guerra, esos manchurrones indelebles que estaban posados sobre mi piel. Y no pude evitar pensar en toda esa fama que me venía tras haber matado a alguien, pero tampoco pude evitar la cara descompuesta de mi clip colgado al lado de su asesino, en la pared en mitad de la tarde muerta, con esa mirada que me hace pensar qué signfica que él no estuviera ahí para celebrarlo conmigo, para enseñarles a todos desde mi bolsillo las heridas de guerra.

tiempo en escribirlo : 19 minutos
calidad : nula

2 comentarios:

  1. para mi, merece estar en la seleccion! bastante cortazariano y plus acontecimiento cotidiano! quien no ha matado a un pequenio bote de tinta?

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  2. Quita lo de calidad nula, ya mismo.

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