No dejes de seguir al conejo blanco

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jueves, 23 de diciembre de 2010

La calle de las bombas

Se apuró con un resabio los buchitos de leche que le quedaron en el tazón de porcelana, y oyó ese estruendo al tragar que sonó como un estallido decrépito. Luego se relamió los labios con ese líquido color dorado, y con una servilleta de tela se limpió y seguidamente se preparó para colocar su cartera y sus útiles para salir a la escuela pública. Entre toda aquella maraña, él tenía once años y unos ojos pardos espesos y jocosos, una mirada risueña y algunos cabellos altivos, pero solo por la mañana.
Se puso su limpio uniforme azul que le daba el nombre al colegio, preparó el compás, que ese día tenía geometría; le tocaba deformar a menester polígonos, figuras absurdas y otro tipo de cosas para que en el día de mañana fuera un hombre de provecho... Le dio un saludo a sus padres, y con una sonrisa tierna, de esas que acarician el alma, le dijeron :
- Ten cuidado allá afuera, que hoy hay problemas con los servicios públicos. Si no puedes agarrar el transporte, papá te lleva al colegio en el coche. - dijo la madre con parsimonia.
Él se reorganizó la corbata, le quitó el albedrío a las arrugas de su camisa y se puso los zapatos. Mientras tanto, pensó en Silvia, niña de rizos de oro que se sentaba a unos pocos pupitres de él, que tenía una mirada que hacía arder en llamas la madera de los bosques noruegos, pero también tenía esa timidez que era casi una barrera infranqueable que solo podía saltar con una pértiga embadurnada en coraje caducado. Aún así, a él le encantaba imaginarse asiendo su mano, como si fuera una extremidad más de su cuerpo, y por vicio, sentir como si fueran gusanitos rosas esparcidos por su palma, cómo la suave caricia del vaivén de los dedos le hace pensar que está enamorado.
Cogió algún tomo para el ómnibus, estaba leyéndose Escuela de Robinsones, de Jules Verne, así que lo empacó en su cartera de cuero roído, mientras hizo un plaf que le desagradó muchísimo. Como todavía era temprano para ir al colegio, se puso un rato la radio en su cuarto. Empezó a jugar con las rueditas magnéticas que hacían crispar el ambiente como si fuera de platina, e intentó sintonizar algo de música folk. Se encontró conque estaban poniendo a Silvio Rodríguez, y lo dejó ahí, arpegiando.
Se sentó pesadamente en uno de los sillones del living, viendo pasar a sus padres en bata, un poco cansados y sorbiendo el café- acelerante como si les fuera la vida en ello.
Entonces oyó que, como cada mañana, había disturbios. No hacía falta tener sintonizada la BBC para saber que los problemas se extinguían más allá de las fronteras, ni que todos los llantos tienen distinto pH según del país del que vengan.
Se le hizo un crujido en las piernas al estirarse, y pensó que tras el arrullo del sonido de la radio ya había tenido suficiente.
Así que fue bajando los escalones paulatinamente y con mesura, mientras el aire se filtraba con el hedor espeso de todas las mañanas a medida que iba descendiendo. Emergía un aire caliente como un carbón de barbacoa, y un aire de desesperación que prometía estar igual que todos los días.
Abrió la puerta con crudeza, y emergió un aire hacia adentro del bloque, y la cerró dando un golpetazo.
El paisaje era igual de desolador que todas las mañanas, las ramas de los árboles se erguían como si fueran cadáveres, y los cadáveres muertos en la acera se erguían como ramas de árboles mustios en lo alto.
Se oían la sirena de los refugios anti aéreos, se oía a niños sollozar como si fuera un canto ritual, se oía a sus madres abrazarlos con tanto ímpetu que les desgranaban el sonido del pelo alborotándose con el hedor.
Se limitó a coger una flor amarilla que había crecido entre el pavimento oscuro y manchado en tinta roja, de esas historias que se escriben con armas. Mientras esperaba en la parada, vio cómo la gente huía, perseguidos por MK's y por pistolas, siendo coaccionados hasta que decían lo que no querían decir.
El ómnibus tardó ocho minutos, y estuvo mirando a un hombre que se desangraba en la acera de enfrente hasta que vio a Silvia sentada al final del vehículo, y entonces ordenó en su cara una sonrisa y se dedicaba a contarle las cosas que pensaba hacer de mayor, o simplemente cosas banales como el tiempo o lo parecido que era el día de hoy a los cuatro meses anteriores.

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