No dejes de seguir al conejo blanco

No dejes de seguir al conejo blanco

jueves, 30 de diciembre de 2010

El hombre al que le costaban los comienzos.

"Probablemente esta sea la última entrada del año. Es hora de pasar página, de volcar las virtudes veniales hacia uno mismo, de rechazarme a mí mismo para intentar saber cómo aceptarme. Ha sido un año triste, en general, pero como todos los años hay ese resabio de " lo hemos pasado mal", es una condición a la que uno está acostumbrado si sabe lo que es vivir. He ganado, he perdido, he llorado y he reido. Pero al fin, me he entendido, y al fin, me he completado. Creo incluso que me han completado. Lo malo del paso del tiempo es que quedan a lot of memories to regret about, pero eso implica ser valiente y saber seguir adelante. En seis días se me establecerán normas, me veré con ataduras impuestas, tendré que comenzar a ser de otra manera. Es lo que toca porque toca y no hay backstage. Pero además yo soy ese hombre que desearía volar, volar hacia tierras andinas en las que hace un año devoraba con ansiedad sopaipillas, mientras deseaba que aquella sensación de libertad no se acabara nunca." N. del Autor



Faltaba un día para que se acabara el año funesto. Él había sido un depredador tácito, parecía que por cada calle que había recorrido se había llevado un balde de soledad. Vivió en su modesto pisito madrileño hasta que se vio en pos de tomar una decisión, un rumbo. Ni por asomo se le hubiera ocurrido pensar que la necesidad impuesta le arrojaría a esos extremos, que se vería colgado de un abismo, sintiendo la brisa entre sus dedos largos de depredador tácito, mientras los cóndores le miran mientras cae estando quieto en la pared.
Así pues, tomó esa inconstancia, la agarró del brazo y salió con un suspiro. Tuvo entonces la certeza de que no podía pasar ni un año más, de que tenía que hacerlo ya.
Enseguida se despidió de su cutre trabajo de oficinista, le lanzó al jefe un tintero para embadurnarle la camisa de esa viscosidad. Los compañeros de trabajo no habían trabado relación con él, así que salió por la puerta con viento fresco. No tenía familia, era un hombre de esos que se hacen a si mismo. Además pudo desperezarse de todo eso, pudo huir de todas esas luces inconexas, de ese Madrid puntual y exacto, de ese asfalto tan cuadrado que apabulle a la perfección.
Martín Franco necesitó salir de aquella burbuja de aire. Se tomó el primer avión que pudo comprar con toda la plata que había ahorrado (él como chileno le llamaba plata, costumbres de la lengua española tan variante) y se compró un billete para Santiago que salía en dos horas. Por tanto, se vio muy afectado al pensar que tenía que recoger su vida de esa forma tan fugaz. Pero sin embargo, no le acabó importando tanto. Cogió las maletas con sus cuatro cachivaches, y calculando con el reloj, había estimado que llegaría como a la una de la tarde del día treinta y uno. Y bastante bien lo había pensado, sobre qué hacer en ese nuevo comienzo, tan repentino, tan de él, y acabó decidiendo que lo mejor sería empezar el año donde quería acabar su vida.
Estuvo como inquieto en el avión, además no entendía la incapacidad de las personas para frustrarse con los retrasos, le parecía más una costumbre. Las horas se le desganaron lentamente, durante el vuelo solo podía pensar que era maravilloso volver a su tierra natal, que desde el Golpe no había vuelto, se dedicó a ser un español más, un equilibrista del tedio en busca de un trabajo cualquiera. Solo para ganarse la vida, pero más bien para ganarse la dignidad social (la vida, la gente no lo sabe, es realmente triste e inefable que no lo sepan, se gana de otra manera).
No se le ocurrió avisar a nadie, al fin y al cabo, a quién iba a avisar, a esas pololas que el tiempo ya había cubierto de polvo, y total para qué, si estaba más apurado que el carajo para morirse.
Nada más llegar, lo primero que hizo fue besar tierra. No sabía muy bien por qué, pero durante unos cinco minutos tuvo una jauría de curiosos haciéndole escolta, provocando una algazara alrededor de los mostradores donde se recogen las maletas. Ni le dio importancia, imbéciles, pensó. Estaba tan ensimismado que le importó nimiedades lo que dijeran de él. Compró algunos víveres, pensó en comprar cotillón como matasuegras pero no le hacía falta. Salió en una guagua rumbo a los andes, se recorrió los senderos del camino, estuvo indagando en su niñez en el tiempo que duró el viaje. Enseguida cambió su atuendo, no quería que le vieran llegar como un inaceptado, un irreverente señor europeo, destacando en un mundo que seguía llevando cierta indiferencia ante lo que fue una tierra patria común. Calzaba unas botas de caminar, las que le facilitarían el ascenso, unos pantalones cómodos, camiseta de cuello de tejido fino, pero así mismo llevaba una chaqueta. Cuando empezó a ascender solo faltaban tres horas para partir el año. Se imaginó esas casas en las que estaban latentes las familias a punto de atiborrarse de comida y de pasarlo en grande, se vio entonces como un muñeco solo en mitad de la inmensidad de su tierra, sin mujer, sin hijos, sin pasado y sin legado. Pero no sin patria. Entonces siguió, pero vio por su reloj digital que se le agotaba el tiempo, y no pudo llegar hasta el ascenso que él hubiera esperado. Tuvo que pararse en una lomita, descargarse la mochila y buscar el lugar adecuado para partir el año. Vio que en uno de los desniveles podía acceder hasta un acantilado escarpado, donde tenía espacio suficiente de anchura como para él y la mochila.
Entonces se vio en esa inmensa vastedad de montañas, el cielo muy límpido y las ganas maravillosas de anclarse ahí para siempre. Faltaba un minuto
Entonces se vio en el sueño que tuvo, como verdadero animal, como depredador tácito que acechaba a los carroñeros, mientras los cóndores esperaban su caída al borde del precipicio. Pensó en el cumplimiento de ese sueño, de la necesidad de que todo se cumpliera, sin dejar pasar un año más. Saltaría para fundirse con el propio comienzo de su muerte, se alejaría de toda convención social y toda atadura. Pero primero, tenía que comerse las uvas, contar los tintineos de su reloj digital y comérselas una a una, como manda la tradición para tener un año de buena suerte.

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