Debemos arrojar a los oceanos del tiempo una botella de náufragos siderales, para que el universo sepa de nosotros lo que no han de contar las cucarachas que nos sobrevivirán: que aqui existió un mundo donde prevalació el sufrimiento y la injusticia, pero donde conocimos el amor y donde fuimos capaces de imaginar la felicidad. Gabriel García Márquez
No dejes de seguir al conejo blanco

martes, 16 de agosto de 2011
Las musas huyen si las asedias
martes, 26 de julio de 2011
Quid
miércoles, 20 de julio de 2011
viernes, 15 de julio de 2011
Fórmula para hallar un beso
miércoles, 8 de junio de 2011
8 de junio de 2011
Hoy es de madrugada y es la noche de mi orla. Cuando el pasado viene a redimirse, doy un paso al frente, es cuando me doy cuenta que tengo miedo de crecer. Y si los adultos lloran por miedo no es por fantasmas, ni siquiera por la muerte o el suicidio : lloran por la desesperanza, por la tristeza y por la insatisfacción de no haber vivido como pensaban que lo harían. Ante eso cómo erguirse. Con qué carácter averiguar la distancia o dirección del viento. Si cualquier respiración puede ser la última, debemos procurar callarlas todas con un beso. Y al final de todo eso, comprender, por qué venimos no lo sabe nadie, solo sabemos los cómos y los dóndes, pero el cuándo es un azar aleatorio. Miedo de ir a Holanda, ese país de la alegría donde fui de otra manera, llevarme desilusiones de la misma forma que pude haber vivido yo mismo de otra forma. Es volver a ver al pasado, ver que me voy consumiendo y que la vida es una inmensurable rueda de molino. Arriba y abajo el agua cae con nuestra desgracia, y no pesaremos más que una pluma. A nadie le importa y menos a nosotros, solo procuraremos alcanzar el final de este túnel con la mayor dignidad que nos es dada. Y por qué escribo no lo sé, carece de orden, coherencia, cohesión, este idioma de “hablar con Dios” que a veces tan poco funciona, no me salen las ideas de lo que realmente quiero decir, y no sé si profundizar en otras personas y buscar lo humano que me falta. Ni humedecer los labios puedo en una noche tan fría. Me siguen quedando dudas, resquemores, todos me acechan esperando algo de mí, todos de todos, en realidad. Es una orgía literaria y se llama “vida”. Si uno ya ha perdido el norte, ni la cordura la puede perder, así que es un ser desdichado y libre. Y ahora, cuando me siento frente a mí, con mis ojos de mosquetero demacrado, con mi pelo otoñal y mis toscos ademanes de persona joven, abro la boca para susurrar una palabra, algo que me vuelva a mostrar esa luz que creí que estaba siempre encendida. Algo que me muestre cuál es la mejor opción de la vida, si debes alcanzar la plenitud a través de los años, o dejar que tu corporeidad pase a través de la historia siendo efímero, pero conservando la llama, la dolorosa llama, de lo eterno.
sábado, 21 de mayo de 2011
Rie cuando puedas
Bien, ahí me teneis en uno de esos días
en los que nadie te coge el teléfono y las paredes se te echan encima
yo sé que siempre hay salida pero saber que todo irá mejor no quita que me sienta hecho una porquería
pasan los años, los proyectos, los sueños
¿Recuerdas como querías ser cuando eras pequeño?
crecer es darse cuenta de que la vida no es como quisieras que fuera
todo es mucho más complejo
responsabilidades, luchas, deberes,
sonreir cuando no te apetece
mentir para no hacer daño a la gente que quieres
fingir cuando perfectamente sabes que te mienten
¿merece la pena hacer lo que se supone que debes más veces de lo que realmente quieres?
¿Por qué terminé haciendo lo que todos hacen si se supone que siempre me sentí diferente?
he sido un cobarde disfrazado de valiente, siempre pendiente del qué dirá la gente
escondo mis miedos para parecer fuerte, pero ya no más, es hora de ser consecuente
porque, porque creo que lo he visto, amigo y..
Quizás la clave para ser realmente libre sea
reir cuando puedas y llorar cuando lo necesites
ser honesto con uno mismo, centrarse en lo importante y olvidarse del ruido
Quizás la clave para ser realmente libre sea
reir cuando puedas y llorar cuando lo necesites
No obcecarse con los objetivos, tratar de relajarse y vivir algo más tranquilo
Con este tema me hago una promesa
y es hacer lo que sea para encontrar soluciones no problemas
sé que no soy perfecto, bien, no me castigaré más por no serlo
voy a aprender a decir que no, a aceptarme como soy, a medir el valor
porque a veces fui valiente por miedo
sé que suena extraño pero sabes qué? lo peor de todo esque es cierto
hoy busco, dormir agusto, no suena muy ambicioso pero créeme es mucho
llevo treinta años estudiando la vida
¿Qué no hay mal que por bien no venga? eso es mentira
me centraré en lo importante, en mi familia, mis amigos mi pasión por el arte
aceptaré que tengo derecho a estar de bajón de vez en cuando
porque estar de bajón es humano
no pienso rendirme ante ningún problema
confío en mí soy capaz de vencer lo que sea
volveré a caer millones de veces pero siempre volveré a erguirme porque me di cuenta de que
oh, si me amigo me di cuenta de que..
Quizás la clave para ser realmente libre sea
reir cuando puedas y llorar cuando lo necesites
ser honesto con uno mismo, centrarse en lo importante y olvidarse del ruido
Quizás la clave para ser realmente libre sea
reir cuando puedas y llorar cuando lo necesites
No obcecarse con los objetivos, tratar de relajarse y vivir algo más tranquilo
viernes, 13 de mayo de 2011
Casi tan solo
Eres un hombre tupido en tu erudición. Para ti la palabra amigo perdió ese significado de connotaciones sonoras, en tu boca ya no suena célebre, sino como un vocablo de pueblo de esos que se leen en las novelas realistas. Todos se cansan y no te das cuenta, porque vives solo para ti, vives en ti.
A veces te miro por la ventana, y es bien fácil cuando te apelotonas sobre los cojines dejarte llevar por lo que lees, evadirte de este mundo tan absurdo – casi recuerdo oír como a veces lo llamabas murdo- porque no hay nadie que espere insistentemente una de tus llamadas. Contador de milongas infatigables, no te quedan amigos no porque no los tengas, sino porque no los conoces.
sábado, 23 de abril de 2011
jueves, 21 de abril de 2011
flor mojada
lunes, 11 de abril de 2011
Tarde en el ruedo.
La plaza enseguida se llenó de vítores que se confundían con el griterío pardo de los niños. José Manuel estaba vestido con un traje de luces, galante y mirando al frente, mientras le sudaban las mejillas y sujetaba la espada en una mano que brillaba, y en la otra el capote colorao. Desde las gradas podía verse el ansia expectante de la gente por que soltaran a la bestia, encabritada y valiente, con ganas de hacer sufrir al torero. Con un chasquido desmesurado, se abrió el portón de madera negra. Enseguida no salió nada, pero entre los suaves rechines de las bisagras, se oía un ronroneo continuo, y una vaharada de aceites lubricantes y petróleo. Ese olor nauseabundo pareció excitar al público, que chillaba con más fervor. José Manuel empezó a acercarse, pero de un sopetón, salió la magnífica bestia de golpe, con su ruido de motores a tracción, su parachoques y sus asientos de cuero.
“ Y ahí la tienen, señores, una auténtica furgoneta Volkswagen T1, con las chapas pintadas en tonos azulados y… oh! Los espejos laterales sin recoger!” Esto pareció espantar y atraer al público a la vez, los hizo hervir de emoción hasta que parecía que se iban a caer de los carcomidos barandales.
Enseguida salió con un rugido, acelerando con dificultad por la arena, pero dirigiéndose directamente al torero, que le apuntaba, como es de rigor, con la espada con el brazo doblado encima de su cabeza, pareciendo su boina una aceituna negra, y la espada un mondadientes.
Pegaba la solajera y la gente se apelmazaba hacia delante, ya que querían apiñarse para ver a los colosos, mientras arrastraban la arena alrededor de sus pies de forma indecisa, grano a grano.
La furgoneta fue la que dio el primer paso, mirando al torero con esos cristales translucidos, con esa mirada de máquina infecta e indescifrable. El torero estaba prevenido, y retrocedió por precaución un par de pasos hacia atrás y uno hacia un lado, para darle más ángulo de disposición a sus movimientos. La furgoneta parecía furiosa, envuelta en un ópalo de rabia, acelerando sin derrapar. Avanzó de cero a cien, y el torero se tropezó, pero se pudo reincorporar, e hizo un siete en el aire, intentando defenderse por si la furgoneta intentaba atacarlo mientras estaba en el suelo. Esta soltaba bufidos y bocanadas de espeso humo gris; el torero podía oír a la gente asfixiándose desde el público. Mantuvo su figura enjuta, y se acercó hacia ella para probar el dulce acero sobre su chapa; como era de imaginar, sólo le rayó la pintura. Pero eso la hizo enfurecer aún más, moviendo los limpiaparabrisas a un son incesable, parecía un pavo real que exhibía sus alas. Iba dando acelerones cortos para cargarse al torero, y el torero parecía bobo cuando le asolaba de repente el sol de Andalucía, y sus ojos parecían emitir un quejido tan nítido que muchos del público gritaron para avisar a los picadores. Pero aunque el torero estaba con una película de agua distante sobre la frente, no se amedrentó y se lanzó a empellones para pincharle una rueda. Notó cómo se le henchía la presión, pero el caucho era duro como la loza, y la espada, por un mal agarre, salió desprendida de sus manos, a unos cuatro metros, sin dar muestras de llegar a hundirse en la arena. Parecía oírse el repique de las campanas por la misa de siete, pero el tamborileo rítmico no era sino un pasodoble de una comparsa callejera. Entonces José se apresuró, aunque la furgoneta, en un arranque de ingenio, le leyó las intenciones y lo embistió hacia su lateral con el parachoques. La furgoneta no podía verlo a él, pero sentía a escasos metros su vaho fétido del petróleo combustionado, y naturaleza infecta de herrajes negros lleno de tripas de motor. Solo en ese momento percibió el hálito doloroso de la muerte, se acordó de su abuelo, el torero Tomás; de su padre, Pacheco el Mosquetero, y aunque su abuelo peleaba con carruajes de caballos y su padre con seiscientos, a todos les había llegado el mismo final álgido. Un golpe duro y seco que hacía muda a toda la plaza, mientras llegaban los picadores y todo el personal para ahuyentar al vehículo, y comprobaban los daños. No le daba tanto miedo el haber aceptado esto como una resignación, sino el hecho de que la aceptación de su propio destino no le había dado, como él creía, más coraje. Al contrario, el apego de una vida que sabía que podía perder lo hacía sentir entre algodones, una pequeña cría de mamífero esperando a darse por muerta para no tener que enfrentarse al mundo.
Se agarró al propio manillar de la puerta corrediza, y al tocarlo vio cómo se estremecía, que era un puro animal cubierto de hierro, pero debajo tenía una piel cálida y tosca, que se vendía al mejor postor en las chatarrerías, tal y como se hacía desde hace mucho con las pieles de focas en zonas más frías que Sevilla. Empezó a perseguirlo al ver que no pudo incorporarse, andaba como hacia atrás como un cangrejo dorado, oprimido en movimiento por ese traje que le apresaba el alma y las ganas de correr. Le lanzó una piedra que había en medio de la arena, y el toc de botepronto que produjo en el cristal hizo que retrocediera brevemente. Tuvo el tiempo suficiente como para levantarse, y así ir corriendo a recoger su estoque, mientras los mismos clamores que le apoyaron a los inicios de la tarde volvieron a resurgir. Recubierto de arena, tenía un calor demasiado grande, así que se desprendió de la boina y miró al vehículo mientras se sacudía la arena, murmurando entre dientes por la estirpe de su padre, por el deseo de ajusticiarlo con sus propias manos. Ahora era el vehículo el que sabía que podía tener miedo, pero para no mostrarlo a su enemigo, se lanzó a la carga. Pasó velozmente hacia los cercados que rodeaban la plaza, y fue esquivado por poco por el torero, el cual sintió el zumbido volátil del retrovisor que casi le rompe una costilla. Lo hizo con un movimiento apenas, como si lo hubieran movido con hilos. La grada se exaltó enormemente, y esto puso nerviosa a la furgoneta. Se oía de fondo el sonido de su tubo de escape, como con recochineo, y estaba harta de las burlas y los achaques, así que se lanzó sin dudarlo hacia el torero, quien lo esperaba con una sonrisa abierta. Al torero se le embotaron los oídos con el sonido de los gritos y el avance de la furgoneta, pero fue lo suficientemente hábil como para saltar de lado en el último momento e introducirle la fina hoja del estoque por el hueco inferior del cristal del conductor. De repente, con un sonido tenue, se abrió la puerta y comenzó a sonar una alarma estridente mientras el vehículo se paraba en seco. El sonido de la alarma, fue mitigado por el júbilo de haber derrotado a la furgoneta. “Tan joven, con tan solo diez mil kilómetros, mira tú los momentos que le he hecho perder.” Dijo como una especie de convicción latente. Se acercó a la furgoneta, agonizante con sus faros intermitentes, y le arrancó del parachoques frontal el símbolo de Volkswagen, haciendo palanca con el estoque. Cuando el bramido metálico indicó que lo tenía en su poder, dejó que lo llevaran en volandas exhibiendo su trofeo, mientras los mozos recogían al animal muerto, para hacer con él microchips, repuestos de coches, y quién sabe, una máquina para acabar con todo deporte que juegue con la muerte.
sábado, 2 de abril de 2011
Coste de oportunidad
Todos los días y ante nosotros, se yerguen miles de oportunidades esperando a ser mordisqueadas. ¿ Cuál elegir, qué elección será la correcta? Actriz o ingeniero, soñador o calculador, seremos la misma persona cuyos pies van por un camino en polvareda. There is no regret because there is no return, shall we say about it. Pero la cosa es que somos, dentro de nosotros mismos, un huevo en exponencia, en desarrollo, estirando sus ramas como un árbol para acariciar las afinidades. Nos llenamos las manos de tiza, suspiramos hacia lo alto, besamos y nadamos en agua fresca, todo para demostrarnos que somos capaces de elegir . Pero sin embargo nuestros ojos no son capaz de ver más allá de la renuncia, de lo que vamos a dejar atrás, y que no haya vuelta significa que las decisiones son las que priman. Vamos a ver abanicos flotantes que nos ofrecerán más drogas, más estudios, más viajes, y los contrarios a ellos, vamos a ver tal amplio espectro que probablemente caigamos al piso redondos, de forma irremediable caeremos muertos de impresión sobre las blancas lozas. El recuerdo, ¿palia el dolor? Las lágrimas, ¿supuran el amor? Las decisiones, ¿ nos dan la virtud? ¿ Para qué perder el tiempo contestando estas preguntas? Las respuestas las hallamos dentro de nuestra propia experiencia.
Una Navidad acomplejada.
Uno a veces se siente lleno por el propio hecho de estar acompañado. Deberíamos hacer memoria en esas épocas de navidad, en las que la familia está unida, incluso para vivir esas tragicomedias de infarto que muchas veces suceden, que si son tristes, pero nos pillan bien acompañados. Bien, pues el propósito de los villancicos es exaltar esa unión majestuosa, esa cadencia de vidas distintas unidas en un solo hilo, cantando con una holy voice, recordándonos que la Navidad no es una época para estar solo. Y no para ahuyentar el suicidio que aparece frente nuestras vidas, como una opción alitúrgica contra el moho y la sociedad (también incluyo la saciedad), sino para revivir el simple hecho de poder sentir un canto , una presencia, una mano, el acto más feliz del mundo que es cenar en medio de algarabías calientes y de platos hondos.
Yo no sé si creo en Dios. No me llamaría agnóstico, puesto a llamarme así de alguna forma, preferiría que me llamaran algo como langostino, algo más inocuo y que no altere mi condición. Pero si es cierto que viene a salvarnos, que viene a mecernos en unos brazos ( sin saber si son firmes) y a escondernos en un verbo ( sin saber si está conjugado), tenemos que estar agradecidos por eso. Por el hermoso cuerpo que poseemos, el cual cargamos de desprecio y escupimos ante el espejo, al que sometemos a cultos y a dietas insanas. Por la hermosa belleza interior, un aura que refleja como un faro, la luz pura de la luna incidiendo en nuestros corazones. Debemos estar agradecidos por estar respirando, por sentir un hondo y profundo beso mientras la vida va fluctuando. ¿ Por qué hablo de esto en abril? No lo sé, pero es como omitirlo por el simple hecho de que no va a suceder jamás. Está más cerca de lo que nosotros creemos, no está en los regalos, ni en las fechas señaladas, ni en ese almizcle que se te desmenuza en la boca al morder el turrón y el cava. No está en el regocijo de todo lo que tenemos, de todo cuanto poseemos. No señor. Todos estamos equivocados. La navidad está en la persona más cercana a ti. La estrella de Oriente refulge en sus ojos, y el vino que Cristo te da a beber está en el néctar de sus propios labios.
Puedo concluir, por tanto, que tanto el amor, la felicidad, y concretando, la Navidad, se encuentra a un abrazo de distancia.
P.D: Vuelvo al blog porque soy un egoísta, un egocéntrico, un necio, porque quiero que me lean. Pero sólo que me lean aquellos que realmente se lo merecen. Aquellos que creen que hay un mundo para todos.
Por cierto, no le digan a nadie que me leen : Será nuestro pequeño secreto.
sábado, 19 de marzo de 2011
Chanson d'au revoir
miércoles, 16 de marzo de 2011
Juegos de manos
Ella ya había decidido de forma premeditada la forma en la que me iba a dejar tirado. En fin, no quiere decir que no estuviera preparado, uno va recibiendo esas débiles señales, esos pequeños espasmos en la punta de los dedos que le alertan del peligro.
A veces sentía que se alejaba, sentí que era menos mía, era un trozo de tela inerme y yo me creía muerto. Pero supongo que es normal, a veces me quedaba dormido a su lado, soltándole toda la respiración, y cuando te levantas suaves cosquilleos recorren tu cuerpo. La echo de menos porque era muy útil. Sí, lo era, a veces deslumbrábamos en partidos de tenis a nuestros oponentes. La forma que tenía de escribir era también deliciosa, soberbia. Me era de gran ayuda en las redacciones de cartas, incluso creo que en muchos trabajos me escogieron por la elegante presentación de mis escritos a mano. Pero bueno. Uno ya se va documentando, se va preparando con la experiencia de la vida para prevenirse de que pasaría.
Se desprendió de mis horarios como las gotas de rocío se descuelgan de las rosas. Y al final nada, un leve chapoteo insuperable, un sonido de tocata y fuga, un sonido que muestra lo abandonado y lo triste que te sientes. Una vez estaba sentado en un butacón de anchos brazos, leyendo algún cuento ligero ruso ( Chéjov, creo, sí, era “El Orador”) mientras la chimenea gimoteaba babeando llamas. Estaba envuelto en mi batín y me parecía ser feliz.
Pero entonces parecía indicarme algo. Estaba como furiosa y poco complacida, estaba molesta conmigo y casi me volteó con el revés la cara, aunque sólo me rozó la nariz. Siempre había tenido que someterme a su voluntad, no tenía otra salida, incluso en el colegio mis compañeros se burlaban de eso. Pero era bastante dócil cuando tenía que cortarle las uñas, se volvía como mansa. A mi otra mano, sin embargo, no tenía más remedio que quitarme las uñas ablandándolas con saliva y tirando ligeramente, siguiendo la curvatura de la propia forma de la uña, ya que hubiera sido de un peligro extremo haberle dejado unas tijeras.
No sé por qué no lo evité, pero desde niño, para mí era como tener una rama esquizofrénica con ganas de chinchar, de meter los dedos fofos en ojos ajenos, e incluso en mis propios ojos. Se notaba que no me amaba. Era más bien una cuestión de complicidad, la relación entre dos mamíferos simbióticos que se aguantan como un matrimonio resignado. Y hablando de matrimonios, mi mujer no pudo soportarlo más. Me abandonó dejándome con mi propia bestia, casi de igual forma que lo haría la bestia unos meses después, en una tarde de lluvia.
Perdí entonces todo centro de poder, me sentí un rey exiliado. No podía hacer otra cosa que renegar mi existencia; llegué a prender un revólver brillante y colocármelo en la sien, pero era tal la ineficacia de mi mano derecha, que tenía miedo de provocar desconchones en la pared, y al final no lo hice. “ Bien que te pudiste tirotear en un parque, cobarde” me dijo mi subconsciente. Pero más que el miedo a la muerte, era el miedo de no volver a verla. Ni siquiera pasar una página tenía el mismo placer. Ese crujido sibilino en mitad de una tarde tranquila, oh, no, se había acabado. Era un pobre obsoleto, condenado a leer acostado o incluso a hacer auténticos malabares para apreciar apenas un poco de buena literatura.
Mis amigos me apoyaron. Bueno, solo al principio. Creo que como mi propia mano, se acabaron yendo, aunque más que por una cuestión existencial, como podía ser la propia cabalidad que escondía la mano, por pesadez. No aguantaban mis lloriqueos, era un viudo, no, era peor, era un divorciado que anda en pantuflas todo el día arrastrando los pies. Y fueron huyendo, se escondieron lentamente como los caracoles en las rocas, y cuando quise buscar un hombro sobre el que llorar, solo pude encontrar el mío y la sombra de lo que había sido mi cuerpo entero. No era para nada una desproporción, pero las ganas de matarme me entraban cada vez más. Visité psiquiatras hasta pulirme el sueldo, y pensé en la prótesis. Pero cuando me puse una de plástico frío y rígido, lo vi claro. Era como estar engañándola. ¿Qué clase de ser vil y perverso hubiera sido yo si no hubiera obrado consecuentemente, si no hubiera tenido en cuenta los sentimientos de la que un día fue mi compañera, mi mejor herramienta? Así que por orgullo la rechacé. Y me mantuve fiel hasta el día de hoy, en el que le voy a enviar compañía, para que no se sienta sola como yo. Además lo voy a hacer con el mismo abrecartas con el que ella se liberó, mientras yo veía palpitar la fuente de sangre que nos unía cálidamente, y ella, tras abrir un poco el fechillo de la ventana, me miró ( y todavía no me explico cómo) y me hizo una leve reverencia, como esas princesas de cuento a las que yo debería haber salvado para que no me rehuyeran.
Embargo
Se despertó con la sensación aguda de un sueño degollado y vio delante de sí la superficie cenicienta y helada del cristal, el ojo encuadrado de la madrugada que entraba, lívido, cortado en cruz y escurriendo una transpiración condensada. Pensó que su mujer se había olvidado de correr las cortinas al acostarse y se enfadó: si no consiguiese volver a dormirse ya, acabaría por tener un día fastidiado. Le faltó sin embargo el ánimo para levantarse, para cubrir la ventana: prefirió cubrirse la cara con la sábana y volverse hacia la mujer que dormía, refugiarse en su calor y en el olor de su pelo suelto. Estuvo todavía unos minutos esperando, inquieto, temiendo el insomnio matinal. Pero después le vino la idea del capullo tibio que era la cama y la presencia laberíntica del cuerpo al que se aproximaba y, casi deslizándose en un círculo lento de imágenes sensuales, volvió a caer en el sueño. El ojo ceniciento del cristal se fue azulando poco a poco, mirando fijamente las dos cabezas posadas en la almohada, como restos olvidados de una mudanza a otra casa o a otro mundo. Cuando el despertador sonó, pasadas dos horas, la habitación estaba clara.
Dijo a su mujer que no se levantase, que aprovechase un poco más de la mañana, y se escurrió hacia el aire frío, hacia la humedad indefinible de las paredes, de los picaportes de las puertas, de las toallas del cuarto de baño. Fumó el primer cigarrillo mientras se afeitaba y el segundo con el café, que entretanto se había enfriado. Tosió como todas las mañanas. Después se vistió a oscuras, sin encender la luz de la habitación. No quería despertar a su mujer. Un olor fresco a agua de colonia avivó la penumbra, y eso hizo que la mujer suspirase de placer cuando el marido se inclinó sobre la cama para besarle los ojos cerrados. Y susurró que no volvería a comer a casa.
Cerró la puerta y bajó rápidamente la escalera. La finca parecía más silenciosa que de costumbre. Tal vez por la niebla, pensó. Se había dado cuenta de que la niebla era como una campana que ahogaba los sonidos y los transformaba, disolviéndolos, haciendo de ellos lo que hacía con las imágenes. Había niebla. En el último tramo de la escalera ya podría ver la calle y saber si había acertado. Al final había una luz aún grisácea, pero dura y brillante, de cuarzo. En el bordillo de la acera, una gran rata muerta. Y mientras encendía el tercer cigarrillo, detenido en la puerta, pasó un chico embozado, con gorra, que escupió por encima del animal, como le habían enseñado y siempre veía hacer.
El automóvil estaba cinco casas más abajo. Una gran suerte haber podido dejarlo allí. Había adquirido la superstición de que el peligro de que lo robasen sería mayor cuanto más lejos lo hubiese dejado por la noche. Sin haberlo dicho nunca en voz alta, estaba convencido de que no volvería a ver el coche si lo dejase en cualquier extremo de la ciudad. Allí, tan cerca, tenía confianza. El automóvil aparecía cubierto de gotitas, los cristales cubiertos de humedad. Si no hiciera tanto frío, podría decirse que transpiraba como un cuerpo vivo. Miró los neumáticos según su costumbre, verificó de paso que la antena no estuviese partida y abrió la puerta. El interior del coche estaba helado. Con los cristales empañados era una caverna translúcida hundida bajo un diluvio de agua. Pensó que habría sido mejor dejar el coche en un sitio desde el cual pudiese hacerlo deslizarse para arrancar más fácilmente. Encendió el coche y en el mismo instante el motor roncó fuerte, con una sacudida profunda e impaciente. Sonrió, satisfecho de gusto. El día empezaba bien.
Calle arriba el automóvil arrancó, rozando el asfalto como un animal de cascos, triturando la basura esparcida. El cuentakilómetros dio un salto repentino a noventa, velocidad de suicidio en la calle estrecha bordeada de coche aparcados. ¿Qué sería? Retiró el pie del acelerador, inquieto. Casi diría que le habían cambiado el motor por otro más potente. Pisó con cuidado el acelerador y dominó el coche. Nada de importancia. A veces no se controla bien el balanceo del pie. Basta que el tacón del zapato no asiente en el lugar habitual para que se altere el movimiento y la presión. Es fácil.
Distraído con el incidente, aún no había mirado el contador de la gasolina. ¿La habrían robado durante la noche, como no sería la primera vez? No. El puntero indicaba precisamente medio depósito. Paró en un semáforo rojo, sintiendo el coche vibrante y tenso en sus manos. Curioso. Nunca había reparado en esta especie de palpitación animal que recorría en olas las láminas de la carrocería y le hacía estremecer el vientre. Con la luz verde el automóvil pareció serpentear, estirarse como un fluido para sobrepasar a los que estaban delante. Curioso. Pero, en verdad, siempre se había considerado mucho mejor conductor que los demás. Cuestión de buena disposición esta agilidad de reflejos de hoy, quizá excepcional. Medio depósito. Si encontrase una gasolinera funcionando, aprovecharía. Por seguridad, con todas las vueltas que tenía que dar ese día antes de ir a la oficina, mejor de más que de menos. Este estúpido embargo. El pánico, las horas de espera, en colas de decenas y decenas de coches. Se dice que la industria va a sufrir las consecuencias. Medio depósito. Otros andan a esta hora con mucho menos, pero si fuese posible llenarlo... El coche tomó una curva balanceándose y, con el mismo movimiento, se lanzó por una subida empinada sin esfuerzo. Allí cerca había un surtidor poco conocido, tal vez tuviese suerte. Como un perdiguero que acude al olor, el coche se insinuó entre el tráfico, dobló dos esquinas y fue a ocupar un lugar en la cola que esperaba. Buena idea.
Miró el reloj. Debían de estar por delante unos veinte coches. No era ninguna exageración. Pero pensó que lo mejor sería ir primero a la oficina y dejar las vueltas para la tarde, ya lleno el depósito, sin preocupaciones. Bajó el cristal para llamar a un vendedor de periódicos que pasaba. El tiempo había enfriado mucho. Pero allí, dentro del automóvil, con el periódico abierto sobre el volante, fumando mientras esperaba, hacía un calor agradable, como el de sábanas. Hizo que se movieran los músculos de la espalda, con una torsión de gato voluptuoso, al acordarse de su mujer aún enroscada en la cama a aquella hora y se recostó mejor en el asiento. El periódico no prometía nada bueno. El embargo se mantenía. Una Navidad oscura y fría, decía uno de los titulares. Pero él aún disponía de medio depósito y no tardaría en tenerlo lleno. El automóvil de delante avanzó un poco. Bien.
Hora y media más tarde estaba llenándolo y tres minutos después arrancaba. Un poco preocupado porque el empleado le había dicho, sin ninguna expresión particular en la voz, de tan repetida la información, que no habría allí gasolina antes de quince días. En el asiento, al lado, el periódico anunciaba restricciones rigurosas. En fin, de lo malo malo, el depósito estaba lleno. ¿Qué haría? ¿Ir directamente a la oficina o pasar primero por casa de un cliente, a ver si le daban el pedido? Escogió el cliente. Era preferible justificar el retraso con la visita que tener que decir que había pasado hora y media en la cola de la gasolina cuando le quedaba medio depósito. El coche estaba espléndido. Nunca se había sentido tan bien conduciéndolo. Encendió la radio y se oyó un diario hablado. Noticias cada vez peores. Estos árabes. Este estúpido embargo.
De repente el coche dio una cabezada y se dirigió a la calle de la derecha hasta parar en una cola de automóviles menor que la primera. ¿Qué había sido eso? Tenía el depósito lleno, sí, prácticamente lleno. Por qué este demonio de idea. Movió la palanca de las velocidades para poner marcha atrás, pero la caja de cambios no le obedeció. Intentó forzarla, pero los engranajes parecían bloqueados. Qué disparate. Ahora una avería. El automóvil de delante avanzó. Recelosamente, contando con lo peor, metió la primera. Perfecto todo. Suspiró de alivio. Pero ¿cómo estaría la marcha atrás cuando volviese a necesitarla?
Cerca de media hora después ponía medio litro de gasolina en el depósito, sintiéndose ridículo bajo la mirada desdeñosa del empleado de la gasolinera. Dio una propina absurdamente alta y arrancó con un gran ruido de neumáticos y aceleramientos. Qué demonio de idea. Ahora el cliente, o será una mañana perdida. El coche estaba mejor que nunca. Respondía a sus movimientos como si fuese una prolongación mecánica de su propio cuerpo. Pero el caso de la marcha atrás daba que pensar. Y he aquí que tuvo realmente que pensarlo. Una gran camioneta averiada tapaba todo el centro de la calle. No podía contornearla, no había tenido tiempo, estaba pegado a ella. Otra vez con miedo movió la palanca y la marcha atrás entró con un ruido suave de succión. No se acordaba que la caja de cambios hubiese reaccionado de esa manera antes. Giró el volante hacia la izquierda, aceleró y con un suave movimiento el automóvil subió a la acera, pegado a la camioneta, y salió por el otro lado, suelto, con una agilidad de animal. El demonio de coche tenía siete vidas. Tal vez por causa de toda esa confusión del embargo, todo ese pánico, los servicios desorganizados hubiesen hecho meter en los surtidores gasolina de mucho mayor potencia. Tendría gracia.
Miró el reloj. ¿Valdría la pena visitar al cliente? Con suerte encontraría el establecimiento aún abierto. Si el tránsito ayudase, sí, si el tránsito ayudase tendría tiempo. Pero el tránsito no ayudó. En época navideña, incluso faltando la gasolina, todo el mundo sale a la calle, para estorbar a quien necesita trabajar. Y al ver una transversal descongestionada desistió de visitar al cliente. Mejor sería dar cualquier explicación en la oficina y dejarlo para la tarde. Con tantas dudas, se había desviado mucho del centro. Gasolina quemada sin provecho. En fin, el depósito estaba lleno. En una plaza, al fondo de la calle por la que bajaba, vio otra cola de automóviles esperando su turno. Sonrió de gozo y aceleró, decidido a pasar resoplando contra los ateridos automovilistas que esperaban. Pero el coche, a veinte metros, tiró hacia la izquierda, por sí mismo, y se detuvo, suavemente, como si suspirase, al final de la cola. ¿Qué diablos había sido aquello, si no había decidido poner más gasolina? ¿Qué diantre era, si tenía el depósito lleno? Se quedó mirando los diversos contadores, palpando el volante, costándole reconocer el coche, y en esta sucesión de gestos movió el retrovisor y se miró en el espejo. Vio que estaba perplejo y consideró que tenía razón. Otra vez por el retrovisor distinguió un automóvil que bajaba la calle, con todo el aire de irse a colocar en la fila. Preocupado por la idea de quedarse allí inmovilizado, cuando tenía el depósito lleno, movió rápidamente la palanca para dar marcha atrás. El coche resistió y la palanca le huyó de las manos. Un segundo después se encontraba aprisionado entre sus dos vecinos. Diablos. ¿Qué tendría el coche? Necesitaba llevarlo al taller. Una marcha atrás que funcionaba ahora sí y ahora no es un peligro.
Había pasado más de veinte minutos cuando hizo avanzar el coche hasta el surtidor. Vio acercarse al empleado y la voz se le estranguló al pedir que llenase el depósito. En ese mismo instante hizo una tentativa por huir de la vergüenza, metió una rápida primera y arrancó. En vano. El coche no se movió. El hombre de la gasolinera lo miró desconfiado, abrió el depósito y, pasados pocos segundos, fue a pedirle el dinero de un litro que guardó refunfuñando. Acto seguido, la primera entraba sin ninguna dificultad y el coche avanzaba, elástico, respirando pausadamente. Alguna cosa no iría bien en el automóvil, en los cambios, en el motor, en cualquier sitio, el diablo sabrá. ¿O estaría perdiendo sus cualidades de conductor? ¿O estaría enfermo? Había dormido bien a pesar de todo, no tenía más preocupaciones que en cualquier otro día de su vida. Lo mejor sería desistir por ahora de clientes, no pensar en ellos durante el resto del día y quedarse en la oficina. Se sentía inquieto. A su alrededor las estructuras del coche vibraban profundamente, no en la superficie, sino en el interior del acero, y el motor trabajaba con aquel rumor inaudible de pulmones llenándose y vaciándose, llenándose y vaciándose. Al principio, sin saber por qué, dio en trazar mentalmente un itinerario que le apartase de otras gasolineras, y cuando notó lo que hacía se asustó, temió no estar bien de la cabeza. Fue dando vueltas, alargando y acortando camino, hasta que llegó delante de la oficina. Pudo aparcar el coche y suspiró de alivio. Apagó el motor, sacó la llave y abrió la puerta. No fue capaz de salir.
Creyó que el faldón de la gabardina se había enganchado, que la pierna había quedado sujeta por el eje del volante, e hizo otro movimiento. Incluso buscó el cinturón de seguridad, para ver si se lo había puesto sin darse cuenta. No. El cinturón estaba colgando de un lado, tripa negra y blanda. Qué disparate, pensó. Debo estar enfermo. Si no consigo salir es porque estoy enfermo. Podía mover libremente los brazos y las piernas, flexionar ligeramente el tronco de acuerdo con las maniobras, mirar hacia atrás, inclinarse un poco hacia la derecha, hacia la guantera, pero la espalda se adhería al respaldo del asiento. No rígidamente, sino como un miembro se adhiere al cuerpo. Encendió un cigarrillo y, de repente, se preocupó por lo que diría el jefe si se asomase a una ventana y lo viese allí instalado, dentro del coche, fumando, sin ninguna prisa por salir. Un toque violento de claxon lo hizo cerrar la puerta, que había abierto hacia la calle. Cuando el otro coche pasó, dejó lentamente abrirse la puerta otra vez, tiró el cigarrillo fuera y, agarrándose con ambas manos al volante, hizo un movimiento brusco, violento. Inútil. Ni siquiera sintió dolores. El respaldo del asiento lo sujetó dulcemente y lo mantuvo preso. ¿Qué era lo que estaba sucediendo? Movió hacia abajo el retrovisor y se miró. Ninguna diferencia en la cara. Tan sólo una aflicción imprecisa que apenas se dominaba. Al volver la cara hacia la derecha, hacia la acera, vio a una niñita mirándolo, al mismo tiempo intrigada y divertida. A continuación surgió una mujer con un abrigo de invierno en las manos, que la niña se puso, sin dejar de mirar. Y las dos se alejaron, mientras la mujer arreglaba el cuello y el pelo de la niña.
Volvió a mirar el espejo y adivinó lo que debía hacer. Pero no allí. Había personas mirando, gente que lo conocía. Maniobró para separarse de la acera, rápidamente, echando mano a la puerta para cerrarla, y bajó la calle lo más deprisa que podía. Tenía un designio, un objetivo muy definido que ya lo tranquilizaba, y tanto que se dejó ir con una sonrisa que a poco le suavizó la aflicción.
Sólo reparó en la gasolinera cuando casi iba a pasar por delante. Tenía un letrero que decía "agotada", y el coche siguió, sin una mínima desviación, sin disminuir la velocidad. No quiso pensar en el coche. Sonrió más. Estaba saliendo de la ciudad, eran ya los suburbios, estaba cerca el sitio que buscaba. Se metió por una calle en construcción, giró a la izquierda y a la derecha, hasta un sendero desierto, entre vallas. Empezaba a llover cuando detuvo el automóvil.
Su idea era sencilla. Consistía en salir de dentro de la gabardina, sacando los brazos y el cuerpo, deslizándose fuera de ella, tal como hace la culebra cuando abandona la piel. Delante de la gente no se habría atrevido, pero allí, solo, con un desierto alrededor, lejos de la ciudad que se escondía por detrás de la lluvia, nada más fácil. Se había equivocado, sin embargo. La gabardina se adhería al respaldo del asiento, de la misma manera que a la chaqueta, a la chaqueta de punto, a la camisa, a la camiseta interior, a la piel, a los músculos, a los huesos. Fue esto lo que pensó sin pensarlo cuando diez minutos después se retorcía dentro del coche gritando, llorando. Desesperado. Estaba preso en el coche. Por más que girase el cuerpo hacia fuera, hacia la abertura de la puerta por donde la lluvia entraba empujada por ráfagas súbitas y frías, por más que afirmase los pies en el saliente de la caja de cambios, no conseguía arrancarse del asiento. Con las dos manos se cogió al techo e intentó levantarse. Era como si quisiese levantar el mundo. Se echó encima del volante, gimiendo, aterrorizado. Ante sus ojos los limpiaparabrisas, que sin querer había puesto en movimiento en medio de la agitación, oscilaban con un ruido seco, de metrónomo. De lejos le llegó el pitido de una fábrica. Y a continuación, en la curva del camino, apareció un hombre pedaleando una bicicleta, cubierto con un gran pedazo de plástico negro por el cual la lluvia escurría como sobre la piel de una foca. El hombre que pedaleaba miró con curiosidad dentro del coche y siguió, quizá decepcionado o intrigado al ver a un hombre solo y no la pareja que de lejos le había parecido.
Lo que estaba pasando era absurdo. Nunca nadie se había quedado preso de esta manera en su propio coche, por su propio coche. Tenía que haber un procedimiento cualquiera para salir de allí. A la fuerza no podía ser. ¿Tal vez en un taller? No. ¿Cómo lo explicaría? ¿Llamar a la policía? ¿Y después? Se juntaría la gente, todos mirando, mientras la autoridad evidentemente tiraría de él por un brazo y pediría ayuda a los presentes, y sería inútil, porque el respaldo del asiento dulcemente lo sujetaría. E irían los periodistas, los fotógrafos y sería exhibido dentro de su coche en todos los periódicos del día siguiente, lleno de vergüenza como un animal trasquilado, en la lluvia. Tenía que buscarse otra forma. Apagó el motor y sin interrumpir el gesto se lanzó violentamente hacia fuera, como quien ataca por sorpresa. Ningún resultado. Se hirió en la frente y en la mano izquierda, y el dolor le causó un vértigo que se prolongó, mientras una súbita e irreprimible ganas de orinar se expandía, liberando interminable el líquido caliente que se vertía y escurría entre las piernas al suelo del coche. Cuando sintió todo esto empezó a llorar bajito, con un gañido, miserablemente, y así estuvo hasta que un perro escuálido, llegado de la lluvia, fue a ladrarle, sin convicción, a la puerta del coche.
Embragó despacio, con los movimientos pesados de un sueño de las cavernas, y avanzó por el sendero, esforzándose en no pensar, en no dejar que la situación se le representase en el entendimiento. De un modo vago sabía que tendría que buscar a alguien que lo ayudase. Pero ¿quién podía ser? No quería asustar a su mujer, pero no quedaba otro remedio. Quizá ella consiguiese descubrir la solución. Al menos no se sentiría tan desgraciadamente solo.
Volvió a entrar en la ciudad, atento a los semáforos, sin movimientos bruscos en el asiento, como si quisiese apaciguar los poderes que lo sujetaban. Eran más de las dos y el día había oscurecido mucho. Vio tres gasolineras, pero el coche no reaccionó. Todas tenían el letrero de "agotada". A medida que penetraba en la ciudad, iba viendo automóviles abandonados en posiciones anormales, con los triángulos rojos colocados en la ventanilla de atrás, señal que en otras ocasiones sería de avería, pero que significaba, ahora, casi siempre, falta de gasolina. Dos veces vio grupos de hombres empujando automóviles encima de las aceras, con grandes gestos de irritación, bajo la lluvia que no había parado todavía.
Cuando finalmente llegó a la calle donde vivía, tuvo que imaginarse cómo iba a llamar a su mujer. Detuvo el coche enfrente del portal, desorientado, casi al borde de otra crisis nerviosa. Esperó que sucediese el milagro de que su mujer bajase por obra y merecimiento de su silenciosa llamada de socorro. Esperó muchos minutos, hasta que un niño curioso de la vecindad se aproximó y pudo pedirle, con el argumento de una moneda, que subiese al tercer piso y dijese a la señora que allí vivía que su marido estaba abajo esperándola, en el coche. Que acudiese deprisa, que era muy urgente. El niño subió y bajó, dijo que la señora ya venía y se apartó corriendo, habiendo hecho el día.
La mujer bajó como siempre andaba en casa, ni siquiera se había acordado de coger un paraguas, y ahora estaba en el umbral, indecisa, desviando sin querer los ojos hacia una rata muerta en el bordillo de la acera, hacia la rata blanda, con el pelo erizado, dudando en cruzar la acera bajo la lluvia, un poco irritada contra el marido que la había hecho bajar sin motivo, cuando podía muy bien haber subido a decirle lo que quería. Pero el marido llamaba con gestos desde dentro del coche y ella se asustó y corrió. Puso la mano en el picaporte, precipitándose para huir de la lluvia, y cuando por fin abrió la puerta vio delante de su rostro la mano del marido abierta, empujándola sin tocarla. Porfió y quiso entrar, pero él le gritó que no, que era peligroso, y le contó lo que sucedía, mientras ella, inclinada, recibía en la espalda toda la lluvia que caía y el pelo se le desarreglaba y el horror le crispaba toda la cara. Y vio al marido, en aquel capullo caliente y empañado que lo aislaba del mundo, retorciéndose entero en el asiento para salir del coche sin conseguirlo. Se atrevió a cogerlo por el brazo y tiró, incrédula, y tampoco pudo moverlo de allí. Como aquello era demasiado horrible para ser creído, se quedaron callados mirándose, hasta que ella pensó que su marido estaba loco y fingía no poder salir. Tenía que ir a llamar a alguien para que lo examinase, para llevarlo a donde se tratan las locuras. Cautelosamente, con muchas palabras, le dijo a su marido que esperase un poquito, que no tardaría, iba a buscar ayuda para que saliese, y así incluso podían comer juntos y ella llamaría a la oficina diciendo que estaba acatarrado. Y no iría a trabajar por la tarde. Que se tranquilizase, el caso no tenía importancia, que no tardaba nada.
Pero, cuando ella desapareció en la escalera, volvió a imaginarse rodeado de gente, la fotografía en los periódicos, la vergüenza de haberse orinado por las piernas abajo, y esperó todavía unos minutos. Y mientras arriba su mujer hacía llamadas telefónicas a todas partes, a la policía, al hospital, luchando para que creyesen en ella y no en su voz, dando su nombre y el de su marido, y el color del coche, y la marca, y la matrícula, él no pudo aguantar la espera y las imaginaciones, y encendió el motor. Cuando la mujer volvió a bajar, el automóvil ya había desaparecido y la rata se había escurrido del bordillo de la acera, por fin, y rodaba por la calle inclinada, arrastrada por el agua que corría de los desagües. La mujer gritó, pero las personas tardaron en aparecer y fue muy difícil de explicar.
Hasta el anochecer el hombre circuló por la ciudad, pasando ante gasolineras sin existencias, poniéndose en colas de espera sin haberlo decidido, ansioso porque el dinero se le acababa y no sabía lo que podía suceder cuando no tuviese más dinero y el automóvil parase al lado de un surtidor para recibir más gasolina. Eso no sucedió, simplemente, porque todas las gasolineras empezaron a cerrar y las colas de espera que aún se veían tan sólo aguardaban el día siguiente, y entonces lo mejor era huir para no encontrar gasolineras aún abiertas, para no tener que parar. En una avenida muy larga y ancha, casi sin otro tránsito, un coche de la policía aceleró y le adelantó y, cuando le adelantaba, un guardia le hizo señas para que se detuviese. Pero tuvo otra vez miedo y no paró. Oyó detrás de sí la sirena de la policía y vio también, llegado de no sabía dónde, un motociclista uniformado casi alcanzándolo. Pero el coche, su coche, dio un ronquido, un arranque poderoso, y salió, de un salto, hacia delante, hacia el acceso a una autopista. La policía lo seguía de lejos, cada vez más de lejos, y cuando la noche cerró no había señales de ellos y el automóvil rodaba por otra carretera.
Sentía hambre. Se había orinado otra vez, demasiado humillado para avergonzarse,. Y deliraba un poco: humillado, humillado. Iba declinando sucesivamente alternando las consonantes y las vocales, en un ejercicio inconsciente y obsesivo que lo defendía de la realidad. No se detenía porque no sabía para qué iba a parar. Pero, de madrugada, por dos veces, aproximó el coche al bordillo e intentó salir despacito, como si mientras tanto el coche y él hubiesen llegado a un acuerdo de paces y fuese el momento de dar la prueba de buena fe de cada uno. Dos veces habló bajito cuando el asiento lo sujetó, dos veces intentó convencer al automóvil para que lo dejase salir por las buenas, dos veces en el descampado nocturno y helado donde la lluvia no paraba, explotó en gritos, en aullidos, en lágrimas, en ciega desesperación. Las heridas de la cabeza y de la mano volvieron a sangrar. Y sollozando, sofocado, gimiendo como un animal aterrorizado, continuó conduciendo el coche. Dejándose conducir.
Toda la noche viajó, sin saber por dónde. Atravesó poblaciones de las que no vio el nombre, recorrió largas rectas, subió y bajó montes, hizo y deshizo lazos y desenlazos de curvas, y cuando la mañana empezó a nacer estaba en cualquier parte, en una carretera arruinada, donde el agua de lluvia se juntaba en charcos erizados en la superficie. El motor roncaba poderosamente, arrancando las ruedas al lodo, y toda la estructura del coche vibraba, con un sonido inquietante. La mañana abrió por completo, sin que el sol llegara a mostrarse, pero la lluvia se detuvo de repente. La carretera se transformaba en un simple camino que adelante, a cada momento, parecía perderse entre piedras. ¿Dónde estaba el mundo? Ante los ojos estaba la sierra y un cielo asombrosamente bajo. Dio un grito y golpeó con los puños cerrado el volante. Fue en ese momento cuando vio que el puntero del depósito de gasolina estaba encima de cero. El motor pareció arrancarse a sí mismo y arrastró el coche veinte metros más. La carretera aparecía otra vez más allá, pero la gasolina se había acabado.
La frente se le cubrió de sudor frío. Una náusea se apoderó de él y lo sacudió de la cabeza a los pies, un velo le cubrió tres veces los ojos. A tientas, abrió la puerta para liberarse de la sofocación que le llegaba y, con ese movimiento, porque fuese a morir o porque el motor se había muerto, el cuerpo colgó hacia el lado izquierdo y se escurrió del coche. Se escurrió un poco más y quedó echado sobre las piedras. La lluvia había empezado a caer de nuevo.
miércoles, 9 de marzo de 2011
Fortuna
Te lleva a través de la bruma, y el juego de imaginar, tienes que jugar una gran partida para descubrir una silueta que te ha sido dada desde otros tiempos. Y en verdad sabes que el estar mirándola sin parar es como comértela con los ojitos, las usas para refractar su imagen bella, la juventud encandilada en miradas tiernas, dirigidas desde abajo. Intentas ser el dueño del control de tu vista, intentas poseer esos ojos con los que ella te dirige a través de la habitación. Ella tiene el poder sobre tí. Pero tú el amor sobre ella. Por fortuna, es un acuerdo tácito el dejarse ver sin mirarse.
domingo, 6 de marzo de 2011
Tarde mortecina en París.
Llevamos toda la tarde viendo lugares mágicos, la hondura incansable del Palacio de Las Tullerías, el Musée d'Orsay, el Picasso, pasamos por L'Ille Saint-Louis tras salir de la Consiergerie y ver el cuarto de Marie Antoinette, una mujer fuerte como lo eres tu. Y llegamos al Pompidou, se yergue con luces vastas, con su horrendo cableado por fuera, pero adentro es diáfano, una superficie de maravillosas obras de arte. Lo vemos un rato, hay miradas cómplices entre cuadro y cuadro. Te beso delante de una obra emblemática, y algunos se quedan mirando, pero me da igual. Todo me da igual, el aire se llena de vapor de mercurio y te fileteo los labios con mis dientes, como si fueran de caviar, los disfruto como un libro en una tarde de lluvia.
Y al salir a la calle, todo suena a jazz en las calles parisinas, y como el museo está cerca del hotel, llegamos en 15 minutos a la habitación. Soportamos el crujido que hace la puerta al apretar la llave, pasamos sibilinamente a esa habitación de dos camas que hemos unido. te desembarazas del chaquetón, y pongo Empty Bed Blues en el equipo de música, entonces nos vamos desvistiendo con mesura, de forma recírpoca, como quien se cepilla el pelo, yo a tí, tu a mi. Las sábanas están calentitas, y el vaho de los goterones impretéritos que nos saludan desde la ventana nos hace pensar qué afortunados somos, por estar tan juntos y tan a cubierto.
Darte un beso es como prolongar el tiempo, así que me dedico a alargarlo lo más que puedo. Entonces deslizo mi cabeza hacia ese bordillo, ese hueso que tanto sobresale y le gusta que lo miren, y lo devoren, y lo muerdan... Entonces sientes que mis dientes lo rozan, la simetría de mi dentadura está henchida en tu piel que centellea por la luz del ocaso. Y te retuerces, los dedos de tus pies parecen gusanos inquietos, y a ambos nos gusta, porque vamos aprendiendo, cada caricia para nosotros es la página de un libro. Y entonces pienso en la idea de qué hacer cuando se te muera el ser que más quieres en el mundo , si debes continuar en vida o no. Lo que veía como un prefecto racional, lo entiendo ahora como que la vida es una vaguedad sin sentidos, si no puedo oir tus pasos siguiéndome o guiándome, si no puedo oir tu voz que me recuerda lo que es vivir, si no puedo sentir tus manos que me envuelven y me apoyan sobre tu pecho, no estás del todo tapada porque aunque somos casi como niños, parece que en aquellos días de hospital, entre trajineos y burocracias médicas, nos dedicamos a conocernos a través del líquido amniótico, y somos más que una pareja de ancianos enamorados, somos una pareja de jóvenes que saben lo que quieren.
Caza de demonios
La orquesta siguió tocando y ambos giraban como una peonza, solo que ahora bailaban vals. La gente se empezaba a embriagar con las copas, se empapaban como esponjas, y poco a poco la noche se les iba haciendo más corta y más liviana. Ni siquiera se dieron cuenta cuando algunos candelabros se apagaron, con la cera desangrada por el piso debido al paso de las horas.
- Bella es usted - dijo el caballero con un eco sonoro.
- Y usted es un verdadero gentleman - respondió con una sonrisa un poco burlesca.
Siguieron bailando mientras los cocktails pasaban sobre camareros engominados, y el propio ruido del alborozo no era suficiente como para apagar el llanto de los violines.Todos los hombres exhibían como un obsequio a sus mujeres, enjutas en sus trajes y preciosas y perfectas para estar a la altura de la gala. Había una complicidad entre todos esos pingüinos fofos, entre todos esos empresarios y traficantes de dinero sucio y poderoso. Sin embargo eran los mismos, esas actuaciones no eran sino repeticiones cíclicas, bailaban siempre de la misma forma, y era en verdad por dentro por donde estaban muertos.
Poco a poco se fueron volando sobre sus pajaritas, fueron a colgar los trofeos en la pared de su grande sala de estar. Se iban a condenar a la noche apagada, iban a condenarse a mirar ebrios a la luna. Ellos bailaron hasta tarde, la gente se fue marchando de forma sistemática, y lamentaron enormemente tener que levantar toda esa aura de misticismo y misterio que los había encubierto desde el principio de la noche. Era tan singular el hombre que parecía emanar hacia fuera de sí una propia ley gravitatoria, pero en cierto modo su máscara blanca y mortecina causaba espanto, tenia un rostro inexpresivo. Parecía un arcángel , estaba destinado a ensartar a todos los pobres diablos que antes se encontraban en la sala. Y pese a no tener una mirada definida, esta era ardua y llena de fuego, era impasible y lenta.
- Es tan extraño que usted sea el único que lleve máscara...
- En absoluto- contestó sin titubear el hombre-, soy aquel que se la pone para mostrarse tal y como es.
viernes, 25 de febrero de 2011
El poder de la Creación
Diseñamos los sótanos para poder escondernos de él.
jueves, 24 de febrero de 2011
La condición primera
domingo, 20 de febrero de 2011
La beligerancia y los paquidermos
Sobre el valle de los valles
va volando un elefante
con las orejas como alas
y reflejos de diamante
Va cruzando la explanada
con un llanto quejumbroso
y desprende sus lágrimas
hacia el fondo de un pozo
Aprovecha el viento norte
para huir de la barbarie
donde no hay hombres ricos,
donde ya no muere nadie...
Donde las flores son flores
y los valles mueren valles,
ni trincheras ni quimeras
para que los poetas callen
Y que no haya mas gobiernos
que se coman nuestro gozo
ni mas madres que plañiden
a la vera de un foso
Sobre el valle de los valles
va escapando un elefante
ya que el tirano podrido
quiere al pobre echarle el guante
Va alejando a Madre Patria
de su mente hacia el exilio.
Él quiere llamarse extranjero
para amar así su idilio